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Juan José Garrido: La otra revolución

“Cuando permites que las decisiones libres se lleven a cabo, los mercados son dinámicos, existen más intercambios, más acuerdos (...) y mejor eficiencia; cuando quieres que las decisiones se rijan por patrones y convencionalismos, así sean ilógicos, pues desanimas los intercambios”.

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La semana pasada, en “Una mirada fuera de la caja”, sostuve que la educación peruana estaba en crisis, y proponía una revolución educativa para sacar a dicho sector del fracaso histórico en el que se encuentra. Terminé el artículo señalando que “el peor escenario para un joven peruano es recibir la calidad de nuestro sistema de salud y educación para terminar en uno de los mercados laborales más rígidos del mundo”. Hoy quiero hablar de la otra revolución que los jóvenes y más necesitados requieren: una reforma laboral profunda y extensa.
Cualquier mercado, sea de bienes o servicios, se rige por más o menos las mismas reglas: cuando permites que las decisiones libres se lleven a cabo, los mercados son dinámicos, existen más intercambios, más acuerdos, mayor movilización y mejor eficiencia; cuando quieres que las decisiones se rijan por patrones y convencionalismos, así sean ilógicos, pues desanimas los intercambios. De uno u otro, hablamos al final del sistema de “incentivos”, y o los entiendes, o no. Pero los entiendas o no, igual siguen funcionando. Esto no es nuevo; de hecho, distintos estudios, inclusive con chimpancés y bonobos, han probado la fuerza que ejercen los incentivos en las decisiones.
Los humanos, dirán algunos, no son mercancía y, por lo tanto, no se puede tratar el mercado laboral como uno de chocolates o manzanas. Cierto, el humano no es una mercancía, pero el trabajo que ellos puedan proveer (sea como obrero en una fábrica de chocolates o como vendedor de manzanas) sí: son “horas” (tiempo) que se compran (la empresa) y se venden (el trabajador). El trabajador escoge entre descansar y trabajar; la empresa entre contratar para ser más eficiente o ahorrar y por ahí perder oportunidades.
La realidad, más allá de si nos gusta o no, funciona más o menos así. En un mercado con pocas regulaciones, la empresa ofrece un puesto de trabajo y una persona se ofrece a cumplirlo, llegan a un acuerdo y, a partir de ahí, el (ahora) contratado cumple con el encargo a cambio del sueldo negociado. Si las barreras de entrada y de salida son bajas, ni empresa ni persona tendrán miedo de llegar a un acuerdo: si funciona, bien, y si no funciona, terminan la relación sabiendo ambos que pueden buscar mejores acuerdos con otras empresas o personas. Si las barreras de ingreso y de salida son altas, pues al menos una de las partes (la empresa) se las pensará mucho antes de tomar la decisión.
Supongamos ahora que el acuerdo es que, por 100 horas de trabajo mensual, se paguen S/1,000. Si la empresa paga en total, entre sueldo y otras exigencias estatales, S/1,100 y el trabajador recibe de sueldo neto (el sueldo acordado menos las exigencias estatales) S/900, pues para ambos el acuerdo se mantiene en un límite razonable; pero si la empresa paga en total S/1,600 y el trabajador recibe S/650, pues para ambos el acuerdo no suena razonable.
Si sumamos ambos desincentivos (altas barreras de entrada y salida, y una absurda discrepancia entre los costos que asume la empresa y lo que recibe neto el trabajador), pues la solución será llevar el acuerdo de manera informal. Es lo lógico, más aún si el Estado en cuestión tiene poca capacidad de vigilar que no le saquen la vuelta a la ley, menos aún de castigarlo de manera correcta.
Pues eso es lo que pasa en el Perú: tenemos absurdas exigencias (regulaciones, barreras) para contratar, y tenemos en la práctica un impedimento al despido (los fallos del Tribunal Constitucional son, en la práctica, una ley de estabilidad laboral; léase, no puedes romper tu ligazón, sino a altísimo costo, con un trabajador). A eso sumamos una altísima dispersión entre lo que paga la empresa y lo que recibe el trabajador. Y finalmente, ambos (contratante y contratado) no son libres de acordar el sueldo (hay un sueldo “piso”, la remuneración mínima vital), ni son libres de establecer los términos del acuerdo (dado nuestro frondoso sistema regulatorio). De los 3 enemigos de un mercado laboral dinámico y formal, pues tenemos los 3. ¿El resultado? Uno de los mercados laborales más informales del mundo.
Esto no es una creencia personal o una conjetura, es la realidad: en el índice de competitividad del Foro Económico Mundial aparecemos en el puesto 130 sobre 138 países en “Prácticas de contratación y despido”, y en el puesto 102 en “Efectos de los impuestos (sobrecostos) en los incentivos al trabajo”. Tenemos uno de los mercados laborales más rígidos del mundo, y encima uno con una de las dispersiones remunerativas más altas del mundo. Ergo, cerca del 75% de los contratos laborales se producen de manera informal: no tienen derechos, ni protección, ni beneficios, ni nada. En resumen: nuestra legislación, o si prefieren “el Estado peruano”, prefiere leyes que digan que se asegura el derecho al trabajo y que se protege al trabajador, sin importarles que en la práctica ocurra todo lo contrario.
¿Qué hacer? Pues, al igual que en la educación, requerimos con urgencia una revolución laboral, pero una de verdad: que promueva la contratación formal y que beneficie a ambos, empresas y trabajadores. El Estado puede establecer parámetros mínimos, pero no convertirse en el gran obstructor, la gran muralla hacia la formalización laboral.
Para ello se deben mejorar los incentivos, de tal forma que la empresa y el trabajador prefieran hacer un acuerdo formal a uno informal. Desregular, por cierto, no significa desproteger. El mercado laboral norteamericano es altamente desregulado y, sin embargo, los mercados funcionan muy bien: las empresas contratan y despiden, pero la tasa de desempleo es muy baja. Si la tasa de desempleo es baja, y siendo el mercado mayoritariamente formal, pues, por definición, los trabajadores no están desprotegidos. ¿Por qué? Porque el trabajador que entra a un trabajo adquiere competencias en el ejercicio diario, competencias que luego lleva a otro trabajo. Los jóvenes entran con salarios bajos a trabajar, pero ganan experiencia, se vuelven productivos y así pueden pasar a trabajos con mejores remuneraciones. En el Perú sucede lo contrario: contratar es complicado, no puedes hacer un contrato en el que ambas partes (de manera libre) acuerden los términos, los sobrecostos laborales son altísimos y despedir es casi imposible. ¿Beneficiamos a los trabajadores? No; al contrario, los desprotegemos al quitarles la capacidad de ejercer, de trabajar, de ganar competencias. Por cierto, también se puede proteger el bienestar del trabajador sin proteger el trabajo mismo (en eso consiste el modelo de “flexiseguridad” danés).
Como siempre, podemos seguir viviendo en esta fantasía donde todos nos mentimos mutuamente, nos contamos el cuento de que somos una sociedad modelo donde las leyes protegen a los trabajadores contra la codicia empresarial, y permitimos que un grupete de políticos e intelectuales hinchen el pecho satisfechos por haber protegido la dignidad humana. O podemos enfrentar la realidad: promover la competitividad y productividad de nuestras empresas, la contratación juvenil (es más importante, según múltiples estudios, que cualquier etapa educativa escolar), la formalización de los trabajadores y profesionales, promocionar el entrenamiento técnico laboral, y así.
Para ello requerimos políticos con coraje, con visión de futuro, sin miedo a enfrentar a los vendedores de cuentos que tanto daño nos han hecho. La evidencia es clara, y el camino a seguir, conocido.
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