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La república empresarial
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Que la mayor institución financiera del Perú inyecte US$3.6 millones en cash a un partido y acuerde ocultarlo evidencia que la informalidad no discrimina. Pero igual es bueno recordar que no toda la informalidad es igual. Esa que tiene recursos para influir en los resultados electorales es mucho más dañina que la de un ambulante de esquina. La informalidad de los poderosos, usada para capturar al Estado, tiene consecuencias inconmensurables sobre la vida de millones.
Las justificaciones dadas por los pesos pesados del empresariado local parecen broma. No ven más allá de los límites de su negocio. ¿Cómo es eso de que el chavismo los tenía en la mira y que sufrirían represalias? Viven en una burbuja donde todo lo externo es una amenaza. ¿Quién los asesora para andar tan paranoicos? ¿No tienen un equipo que los ayude a romper esa mirada monolítica de la realidad?
Hemos normalizado que las fortunas personales y corporativas impongan una lógica de mercado en la democracia. Ha pasado en todas las elecciones, a nivel nacional y municipal, con empresas locales y extranjeras. Algunas incurrieron en corrupción y otras no, pero todas buscan asegurar su influencia y la maximización de sus ingresos, no de la representación democrática. Esa ha sido la práctica común por décadas, normalizando los conflictos de intereses, las puertas giratorias, los compromisos de favores futuros y los pactos de silencio. Así el Estado y la política han terminado secuestrados.
Ante este problema extremo, la salida tiene que ser extrema: las personas jurídicas deberían estar prohibidas de hacer aportes a partidos, limitando este derecho solo a personas naturales y hasta montos máximos. La lógica de mercado no tiene por qué seguir influyendo en nuestra política y democracia. Ya estuvo bueno.
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