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La tercera cámara
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Si se le consultara a la ciudadanía sobre el cierre definitivo del Congreso, la respuesta caería de madura. Desde hace unos años, es el hígado y no la razón el que domina nuestros pensamientos sobre el Legislativo. Lo cierto es que hay instituciones sobre las cuales valdría la pena pensar contraintuitivamente. Tomando en cuenta las posibilidades que abren y los incentivos de comportamiento que generan. Por ejemplo, la reelección de los congresistas, la inmunidad parlamentaria y, a lo que va esta columna, la bicameralidad.
En su discurso de justificación del golpe de Estado en 1992, Alberto Fujimori la emprendió contra el Congreso. Ofreció un Parlamento moderno, responsable y “conectado con las grandes tareas nacionales”. El Congreso unicameral no lo ha sido.
La Comisión para la Reforma Política identificó que retomar el bicameralismo (diputados y senadores) sería una mejora que permitiría incrementar la gobernabilidad. La segunda cámara fungiría de un freno reflexivo al interior del Congreso para tener menos y mejores medidas, evitando las precipitaciones. Además, previo a la revisión de senadores, se abriría un espacio para lo que Pedro Planas denominó “la tercera cámara”: una intervención con mayor peso de la prensa, opinión pública y sectores afectados. Finalmente, aumentar el número de congresistas permitiría atacar el problema actual de subrepresentación (1 x 179 mil electores), rediseñando el mecanismo de elección para acercar a los parlamentarios a sus electores y reconociendo escaños para las minorías excluidas.
El modelo actual del Congreso no está sirviendo para canalizar las demandas ciudadanas. Y la política no institucionalizada tiene sus limitaciones y riesgos. Es necesario que “la representación represente y la ciudadanía vea su voz en ella” (Henry Pease). El retorno de la bicameralidad puede ser parte de la solución.
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