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Matagente y ruleta rusa

“El valor artístico de la serie (El juego del calamar) es innegable, sobre todo en la primera temporada”.

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Matagente y ruleta rusa, por Camilo Torres.
Matagente y ruleta rusa, por Camilo Torres.
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Indignado ante el inmenso número de muertes por hambre en Irlanda, Jonathan Swift produjo una sátira despiadada. Una modesta proposición (el título es más extenso) razona fríamente cómo aprovechar esos cadáveres desperdiciados, dada la certidumbre de que la hambruna cobrará tan alta cifra de víctimas y de que la Corona inglesa no hará nada para impedirlo. Swift propone que esos niños destinados a ser víctimas tempranas bien podrían ser usados para alimentar a los adultos con sus tiernas carnes. Un razonamiento análogo aparece en la serie surcoreana El juego del calamar, de Netflix, que ahora tiene una segunda temporada y anuncia el estreno de la tercera y última dentro de unos meses. Su creador, director y guionista es Hwang Dong-hyuk, quien perdió seis dientes durante la filmación de la primera temporada. Aunque concibió el proyecto en 2009, no pudo realizarlo hasta 2021, cuando se convirtió en la serie más vista de la plataforma.

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En Corea del Sur, abrumadas por gastos de salud, por la ludopatía, por deudas imposibles de pagar, por el anhelo de traer de la infernal Corea del Norte a algún pariente, las pobres gentes de diversas edades se entregan a una serie de competencias cuya eliminación significa la muerte. Para los organizadores de estos juegos, los concursantes no son más que “caballos” cuyas existencias, como los niños de Swift, sirven para divertir a millonarios. Esta misteriosa organización se jacta de ofrecer reglas claras y de que las víctimas ejercen su libertad al aceptarlas. Aquí hay una incoherencia: cuando los juegos empiezan, nadie sabe que si pierde será asesinado. Solo después del primer juego y de muchas víctimvas pueden votar si continúan. Y entonces prima la codicia y democráticamente se obliga a la minoría a proseguir.

 

 

El valor artístico de la serie es innegable, sobre todo en la primera temporada, pero su naturaleza puede resultar extraña. Se combinan lo cómico y lo macabro, la violencia descarnada y la sublime generosidad. Todo es extremo en esta historia. Una de sus mayores virtudes son las sorpresas del argumento, que no cae en el efectismo; otra es la fina construcción de los personajes y sus complejas motivaciones. Además, la obra de Hwang exhibe una gran coherencia interna en su desarrollo. A diferencia de la primera, la segunda temporada deja la insatisfacción de lo inacabado y esperamos la final, que debe llegar este año. 

 

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