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El milagro
Que el comunismo haya muerto un día de Navidad y que un Papa salido de las entrañas de su alianza militar haya sido su peor enemigo y testigo de su ruina es para mí un hecho extraordinario.
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Ricardo Vásquez Kunze,Desayuno con diamantesReseña Perú 21 que el milagro clave para la canonización de Juan Pablo II fue el de Floribeth Mora, una mujer de 50 años desahuciada en 2011 por un aneurisma. Le llevaba rezando al difunto Papa desde 2005 y, cuando se enteró de que le quedaba un mes de vida, según el diagnóstico de la ciencia, le pidió al beato no morir. Y, dicho y hecho, en plena ceremonia de beatificación, hace apenas tres años, Juan Pablo II le concedió el milagro vía satélite: ¡Levántate, no tengas miedo! Y, pues, ella se levantó y ya estaba curada, ante el asombro de los médicos incapaces de encontrar una explicación científica ante lo que parecía "inevitable".
La fe no se discute. Quien lo hace es un tonto. Por eso es que yo creo, es decir, tengo fe de que el milagro clave para la canonización de Juan Pablo II haya sido su liderazgo político y espiritual en la derrota del comunismo. Ese sí que fue un milagro.
Juan Pablo II llegó a la sede de San Pedro en 1978. Yo tenía trece años y era la primera vez que sentí la conmoción de que se muriera un gran personaje. Fue también la primera vez que caí en cuenta de que, como decía mi madre, tenía "una sensibilidad especial" pues no recuerdo que a mis condiscípulos el hecho de la muerte de Paulo VI los haya alterado demasiado. Como en mi corta vida no había visto más Papa que ese, su desaparición de la escena internacional me hizo cobrar conciencia de que los grandes personajes no solo se morían en los libros de Historia. Para mí fue todo un acontecimiento.
Luego fue elegido Papa Juan Pablo I. Ya nadie lo recuerda, pues su pontificado duró apenas 33 días. Fue una tragedia que, más que conmoción, causó desconcierto y, luego, chismografía barata para teorías de la conspiración. Entonces, en octubre de 1978, ascendió Juan Pablo II. Venía de Polonia, un satélite comunista de la Unión Soviética y cuya capital era el símbolo de la coalición militar comunista más grande del planeta: el Pacto de Varsovia.
Los años 70 del siglo XX, en los que viví mi niñez y adolescencia, marcaron el cenit del comunismo capitaneado por la Unión Soviética en el mundo. Estados Unidos había perdido por primera vez una guerra en Vietnam, cuyo fin para los americanos apenas se produjo en 1973, con los acuerdos de paz de París. A la derrota militar de Estados Unidos por los comunistas se sumó el descrédito internacional de los valores de la gran potencia que lideraba el "mundo libre". El remate fue Watergate y la renuncia de Nixon en 1974. Luego vino el desastre de Jimmy Carter, la caída del sha de Irán y la invasión de Afganistán por la Unión Soviética, en 1980.
Lo que quiero transmitirles es que, cuando Juan Pablo II fue elegido Papa, el primer polaco de la historia tras 455 años de un último Papa no italiano en la sede de San Pedro, la sensación generalizada en el mundo era que el comunismo y la Unión Soviética le estaban ganando la partida a las democracias occidentales y a los Estados Unidos, es más, que el comunismo era indestructible y que lo único que cabía apenas era "contenerlo". Así por lo pronto lo creyó alguien de las luces intelectuales y políticas de Henry Kissinger, secretario de Estado de Nixon, impulsor de la filosofía de la "Detente". Y si lo creía Kissinger, ¿qué nos quedaba al resto?
El que no lo creyó fue Juan Pablo II. Dotado de una voluntad de hierro y del don de un carisma fuera de serie, el Papa polaco tuvo la virtud fundamental de conectar con las masas, coto de caza del comunismo. Lo de coto de caza no es una metáfora así como tampoco lo es que Juan Pablo II se haya convertido en pastor de un rebaño universal al que los comunistas pretendían esclavizar con la carnada de la "liberación de los pueblos". Chocó directamente con ellos en sus 104 viajes alrededor del mundo, y denunció sin ambages su régimen de terror y su desprecio por los derechos humanos. La fe en un mundo mejor dejó de ser patrimonio de los comunistas, socialistas y "revolucionarios" de todos los pelajes y, a partir de entonces, su reinado de embustes tuvo los días contados.
En 1989 cayó el muro de Berlín, "símbolo del progreso de los pueblos". Y, dos años después, un 25 de diciembre de 1991, se arrió, sin pena ni gloria, la bandera roja de la hoz y el martillo en el Kremlin, poniéndole fin a 70 años de un "destino" que se decía "inevitable".
Que el comunismo haya muerto un día de Navidad y que un Papa salido de las entrañas de su alianza militar haya sido su peor enemigo y testigo de su ruina es para mí un hecho extraordinario. "No tengas miedo: ¡levántate!" fue el milagro que venció al comunismo. Tanto como el de la fe de Floribeth Mora, sentenciada a lo "inevitable".
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