La lucha titánica que ha emprendido Venezuela por su libertad merece nuestro respaldo unánime. Su punto más visible ha sido la épica victoria electoral de la oposición, liderada por María Corina Machado y el hoy indiscutible presidente electo, Edmundo González Urrutia.
Aquella gesta, fruto de una sesuda estrategia, fue planificada y llevada a cabo por militares y civiles. Muchos de ellos vienen siendo perseguidos por el SEBIN —la despiadada policía política del tirano Maduro— y retenidos en el Helicoide, esa infame construcción concebida para ser un gran centro comercial, pero convertida por el dictador en uno de los centros de tortura más grandes de Latinoamérica.
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Sin embargo, la derrota de Maduro en las urnas es solo el principio de su fin, y debe ser apuntalada con acciones sostenidas dentro y fuera de Venezuela. La respuesta del régimen a las multitudinarias y pacíficas marchas convocadas por Machado ha sido una feroz y sistemática represión que recoge prácticas atroces de las dictaduras más abyectas de la historia: delaciones, arrestos arbitrarios, torturas y asesinatos.
Ello sumado a los desesperados intentos de Maduro y sus secuaces por fabricar una victoria fraudulenta que cada vez menos Gobiernos del mundo están dispuestos a avalar.
Quienes desde la izquierda peruana se jactan de defender la democracia y los derechos humanos han demostrado que su fracasada ideología está por encima de su magra humanidad. Respaldan al tirano, avalan el fraude, celebran la violencia política y, ahora también, utilizan a Venezuela para construir el alucinado relato de que en el Perú también se perpetra una dictadura.
Da igual si son moderados o radicales, su lucha no es por la libertad de los pueblos: solo quieren perpetuar su discurso de odio y sueñan con volver al poder para saquear al Estado como lo hizo el golpista Castillo. Increíblemente, tienen un asiento en la Mesa Directiva del Congreso y tentáculos en el resto del Parlamento.
Si somos un país medianamente civilizado, deberíamos ser capaces de erradicar ese pensamiento destructivo usando el poder de la razón y la decencia.