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Los consorciados del mal
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La decisión del juez Richard Concepción Carhuancho de darle prisión preventiva a cuatro directivos de las empresas consorciadas con Odebrecht ha sido celebrada como una victoria moral para el Perú. Dejando de lado la discusión acerca de la figura legal para casos excepcionales (¿este caso no es excepcional?), la decisión suena a justicia poética, a enseñanza de novela ejemplar, a final de telenovela mexicana.
Si en el Perú los ciudadanos desconfían del Estado, la desconfianza es aún mayor respecto a su élite empresarial. Según encuestas, los peruanos pensamos mayoritariamente que la libertad de empresa beneficia a los más poderosos o que las grandes empresas deberían estatizarse para que sus recursos beneficien a más peruanos.
Esta tirria hacia los grandes empresarios está justificada históricamente. La élite empresarial es uno de los principales actores de la corrupción desde épocas coloniales hasta el periodo de la salita del SIN. El descrédito se lo han ganado a pulso, generación tras generación.
Durante las primeras noticias acerca de la implicación de los socios nacionales de Odebrecht, las acciones de estas empresas cayeron. Los trabajadores de Graña y Montero apoyaron a los hoy encarcelados, aduciendo que los directivos habían renunciado a la empresa para preservar el bienestar de los más de 30 mil trabajadores y sus familias. Algunos analistas económicos veían un problema social debido a la pérdida de puestos de trabajo y a la quiebra de la cadena de pagos.
Sin duda estos hechos son lamentables, pero es una situación gestada por estos directivos. Quizá sea muy lamentable para los trabajadores y trágico para el PBI que estas empresas se hundan, pero la reparación simbólica que ello trae es impagable. Un poco más pobres, pero dignos, es quizá lo que necesitamos como país.
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