“Tienes que lograr hablar de eso que tanto te incomoda; de lo contrario, vas a estallar”, fue la recomendación de mi psicólogo de turno en una de las tantas sesiones semanales a las que solo llegaba para sentarme frente a él y me quedaba literalmente mudo durante 45 minutos.
“Carlos, eres es una bomba de tiempo. Si no hablas, vas a colapsar”. ¿Y cómo se hace para hablar del ser más sagrado que existe sobre la humanidad? ¿Cómo hago para explicarles a todos que estoy odiando y, a su vez, amando a mi mamá? ¿Dónde guardo esta culpa? ¿Cómo explicarles a todos que mi mamá me asfixia con su dependencia emocional? ¿Un buen hijo debe soportarlo todo?
Mi madre, así cómo a veces me humilla frente a todos, también es cálida, tan cálida como Venus, el planeta más caliente del sistema solar. Pero ya no puedo más.
Debo salvarme de ella y, a su vez, aún la necesito. Quiero ser hijo por alguna vez en la vida. No puedo seguir haciéndome cargo del discurso “yo lo di todo por ti”, “tú deberías pagarme siendo un mejor hijo”, “los hijos de mis amigas no son como tú”, “ya llorarás lágrimas de sangre”.
¿Cómo hago para hablar de todo esto sin que sea la villana del cuento? Porque villana NO ES, mala madre NO ES. Es solo una humana llena de heridas no resueltas, no trabajadas. Grietas profundas en su alma.
“Esta es nuestra última sesión. Vamos cuatro meses en el mismo plan: te sientas, miras con el ceño fruncido, entiendo que estás molesto y no dices nada. Así no puedo ayudarte y siento que no es honesto continuar. Si no hablas, vas a terminar muy mal”… Con sentencia de despedida se cerraba el ciclo de un psicólogo más.
¿Cómo hago para hablar de esto que me está matando sin que yo parezca una víctima y ella mi victimaria?…. Regla número uno del comediante (según yo): si quieres hacer humor que conecte, habla de eso que realmente te está incomodando; eso que te hace sentir miserable. Comparte con todos ese lugar emocional en donde te sientes despreciable, donde siempre eres un perdedor, y llévalo al extremo, hazlo crecer hasta la estratósfera, no pares hasta llegar al delirio.
Por aquel entonces, lleno de rabia e incomodidad veinteañera, me sentaba frente al micrófono todas las mañanas a conducir Caídos del catre, por radio Studio 92. La conexión con el público fue inmediata y, como si se tratara de una onda expansiva, los estudios de audiencia cada dos meses daban cuenta de algo imparable: el programa más escuchado de la radio con una burrada de auspicios al aire y otros tantos en cola de espera era el mío.
El lugar perfecto para salvarme y hacer efectivo el pedido del frustrado psicoterapeuta: voy a contar en clave de humor lo que es vivir con mi mamá. Y lo voy a llevar al extremo, lo voy a estirar como un chicle, lo voy a hacer tan delirantemente divertido que llegue a parecer difícil de creer. Voy a sanarme al aire.
Y así, un buen día, mezclando un par de bandas sonoras (Patrol Car y The Murder) de la célebre película Psicosis, de Alfred Hitchcock, imité la voz de mi mamá repitiendo una a una sus quejas diarias: estoy harta de los bochornos, me queman los ovarios, no puedo dormir toda la noche, no me reconozco en el espejo, estoy harta de sentirme así, un día triste y al otro feliz, he subido de peso y no entiendo por qué si sigo comiendo lo mismo, la cabeza me estalla de dolor. ¡¡¡MENOPÁUSICA!!!
Automáticamente, el sketch radial se convirtió en un megatetrahit. Madres llevando a sus hijos al colegio escuchando el programa, riéndose de eso que nadie visibilizaba y que yo estaba convencido de que solo le pasaba a mi mamá. Llamadas telefónicas celebrando el bloque; señoras parándome en la calle, el mercado, donde estuviera y me reconocieran, diciéndome: “Esa soy yo, gracias por hacerme reír”.
Me contrataban de laboratorios farmacéuticos para hacer el personaje a sus equipos de fuerza de ventas. Centros ginecológicos invitándome a hablar sobre el tema. Una generación entera de colegiales escuchándome por las mañanas, identificándose conmigo.
El bloque radial escaló a shows en vivo a teatro lleno. Mientras todos reían, yo iba sanando eso que estaba a punto de implosionar en mi corazón. Más de una vez mi vieja la vio en vivo y en directo: un cuerpo de espuma, una cartera, aretes, peluca con ruleros y mucho enojo en cada frase. “Carlos Enrique, esa no soy yo, ¿verdad?”.
Sus amigas, los vecinos, la familia entera diciéndole: “Eres tú”. Yo nunca le dije que se trataba de ella. Era y hasta el momento es tal la negación que no me atrevo a decirle que es así como yo la he visto durante años. No tengo el valor. No quiero tenerlo. Si eso le va a romper el corazón, mejor que siga creyendo que es solo una fantasía de mi cabeza, que sigo siendo el mal agradecido de siempre.
Diecisiete años duró el bloque radial. Los shows se convirtieron en un clásico del mes de la madre. Hasta que un día sentí que ya era suficiente. De pronto, ya no me molestaba más esa mamá. Ayudó mucho una nueva terapia. Ayudó mucho convertirme en padre. Ayudó mucho el humor. Y de buenas a primeras la silencié. No más MENOPÁUSICA. La herida ya estaba cicatrizada.
De ahí en adelante no hay show en el que alguien me pida: “Hazme un poquito de la Menopáusica”, y yo simplemente sonrío y, como soy culposo y atormentado, siento que he estado muy al límite entre el chiste y el bullying a mi mamá y, quién sabe, a todas las mujeres.
La semana pasada, a propósito del Día de la Menopausia, una amiga publicista me dice que sería bueno enviar un mensaje sobre el tema; que el bloque ha marcado a toda una generación que en ese momento era adolescente y hoy son mujeres adultas conviviendo con esa etapa que las acompañará, por lo menos, un poquito más de un tercio de sus vidas; que no hay quién lo pueda poner con humor; que es necesario visibilizar los síntomas; que es necesario acompañarlas; que hay mucho prejuicio al respecto y hay que decirles que no se olviden de seguir siendo ellas; que la vida no acaba, más bien es la siguiente puerta a la expansión.
Con mucho miedo y varios reparos, decidí subir un video a mis redes. Desde mi parecer, la mejor manera de ponerle un cierre al bloque que dejó tirando cintura a los fieles seguidores. Hoy, siendo el hombre que habita 50 años, puedo por fin entender qué más estaba pasando en el ya complicado universo de Elena. Y creo conveniente hacer el llamado a la conversación, al acompañamiento, la visibilización de esto que existe: el miedo a sumar años, el miedo a no dar la talla como mujer. Presentar la opción de darle vuelta y reinterpretar esta etapa. Menopáusica… La reivindicación.
La respuesta a esa publicación en Instagram y TikTok ha sido abrumadora. Mujeres agradeciendo, recordando el bloque, compartiendo lo que sienten, diciéndome que se sienten validadas, que recordando el bloque se han reído nuevamente. Y ahora, desde el protagonismo de eso que a mí me tenía podrido de mi mamá, entender que es una etapa, una fase, y NO UNA ENFERMEDAD, CAMBIA EL JUEGO.
Siento que ha llegado el momento de cerrar el ciclo como se debe. A lo mejor, parándome por última vez en el escenario, pero esta vez para reivindicarla, para alentarla, para hacerla sentir viva, para que no crea que está loca, sino más bien para ponerle voz a todas las mujeres y, una vez más, desde el humor sanarnos, pero colectivamente.
Se viene… MENOPÁUSICA… LA ÚLTIMA FUNCIÓN. MÁS MUJER QUE NUNCA.
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