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[OPINIÓN] César Luna Victoria: “En el nombre de la rosa”
“En nuestro nacimiento como país, no fue el inmenso poder de la religión o de la política lo que nos unió, sino la fe popular, que construyó sus propios santos y dioses”.
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Rosa de Santa María muere a los 31 años (1617). Si hubiese vivido un poco más, no habría sido nuestra Santa Rosa, habría sido castigada por la Santa Inquisición, como fueron condenadas poco después un grupo de mujeres, llamadas las alumbradas (1625), que también se dedicaban a la oración por la salvación de Lima (Fernando Iwasaki, Mujeres al borde de la perfección). Lima no tenía un siglo de fundada (1535), pero ya era esa mezcla de cielos e infiernos que es ahora. Por un lado, éramos tan solo 25,000 habitantes, 2,500 religiosos, 40 iglesias y unas 300,000 misas al año. Éramos, en esencia, una ciudad monasterio (Paul Vega, Sucedió en el Perú). Pero, por otro lado, Lima también era una villa aluvional, recibía migraciones de españoles atraídos por el boom de las minas del Potosí, cuya producción pasaba por la ciudad para su exportación. Esa población no india trajo rencillas regionales entre vascos y andaluces, licor, fiesta, y fue desobediente e irrespetuosa, lo que hoy llamaríamos informal (Luis Miguel Glave, De rosas y espinas). Teníamos, entonces, una confusión de misas y carnavales, de religión y economía, de indios y españoles, misticismo y falta de autoridad. El esplendor prehispánico, con Taulichusco como último curaca y Pachacamac como último santuario, había sido borrado y tardaría en regresar a la memoria colectiva. Lima y el Perú todavía no cuajaban. Estábamos desorientados, andábamos buscando identidad.
Esa era la Lima pecadora que las alumbradas querían salvar. A su modo, fueron las primeras feministas, que huían de la dominación patriarcal que les escogía marido; pero también de la dominación eclesiástica del obispo, que les imponía servicios y favores dentro de los conventos. Preferían casarse con Dios y servirle desde sus casas, como hizo Santa Rosa desde su ermita. No eran monjas, sino laicas con derecho a vestir hábitos por su cercanía a las congregaciones. Eran analfabetas, porque en esa época las mujeres no tenían derecho a la educación. A las que aprendían por su cuenta solo les estaba permitido leer vida de santos. Los confesores alentaban oraciones y penitencia personal. Con el tiempo, ganaron fama de beatas, que podían comunicarse con Dios para intermediar favores divinos. Desarrollaron una influencia religiosa al margen de la Iglesia oficial. Por eso actuó la Santa Inquisición, para eliminar ese poder paralelo, pero fue tarde en el caso de Santa Rosa. El pueblo la había convertido en santa, sin esperar la certificación oficial. Su velorio pareció el de un jefe de Estado. La tuvieron que vestir varias veces, porque las gentes se llevaban pedazos de su vestido como reliquia. El mismo virrey fue a presentar sus respetos. Luego la Corona española lo pensó mejor, la necesitaba de santa. Le pidió a la Iglesia que acelerara su beatificación y santidad. En eso Rosa no estuvo sola, aparecerían otros santos: Toribio de Mogrovejo, Martín de Porres, Juan Macías y Francisco Solano. Todos ellos son de la misma época. Ni antes ni después el Perú produjo santos. Eran momentos en los que España quería dar a conocer al mundo que su labor evangelizadora en las Américas estaba rindiendo frutos (Ramón Mujica).
El valor histórico de Santa Rosa (1617) fue haber sido nuestro primer referente de identidad, que reforzarían Martín de Porres (1639) y el Señor de los Milagros (1651). En nuestro nacimiento como país, no fue el inmenso poder de la religión o de la política lo que nos unió, sino la fe popular, que construyó sus propios santos y dioses, reinterpretando los oficiales, cuando se sintieron desatendidos. La Iglesia y el Estado se consolidaron cuando la hicieron suya. Ahora, que andamos nuevamente en el caos de la informalidad y de la falta de esperanzas, el pueblo debe estar gestando por ahí una nueva fe. Es lo que sabe hacer para sobrevivir, solo que nosotros no tenemos la empatía de descubrirla. Esta vez esa fe será política, porque, además de un mundo mejor, con alivio de pesares, pide la dignidad de decidir, porque quieren que este país también sea suyo.
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