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[OPINIÓN] César Luna Victoria: “IDENTIKIT”
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¿Cómo era? Por aquel entonces no hubo fotógrafos ni pintores que lo retrataran. Así que el rostro de Cristo se fue perdiendo en el tiempo. Luego, el estilo clásico cedió al arte medieval, que se volvió sagrado. Abundaron cristos, vírgenes, apóstoles, santos y ángeles. Pero todos fueron pintados en un mismo plano, sin perspectiva, rígidos, casi iguales, sin detalles para diferenciarlos, a no ser por símbolos, triángulo para la Santísima Trinidad y alas para los ángeles. Mil quinientos años después, el Renacimiento recuperó el estilo clásico y las iglesias se llenaron de figuras más parecidas a nosotros. Pero, sin modelo ni memoria alguna, el rostro de Cristo se podía construir como lo quisiera usted, entró al mercado.
Los contratos dan cuenta: al artista se le pagaría según avance de obra y el que sería el dueño fijaría las referencias. Si de Cristo crucificado se trataba, por ejemplo, se debía indicar cómo se le quería: Cristo triunfante (vivo, ojos abiertos, cuerpo erguido, boca entreabierta; Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen); o Cristo doliente (agonizante, cuerpo arqueado, cabeza reclinada, si a la derecha o a la izquierda, las llagas sangrando y la boca con muecas de dolor: Padre, ¿por qué me has abandonado?); o Cristo resignado (muerto, ojos cerrados, con expresión serena; Padre, todo está consumado). Se podía agregar, al pié de la cruz, a las Marías (Inmaculada y Magdalena), a Juan (el apóstol amado) y, en un selfie narcicista y anacrónico, mezclado entre ellos, la figura de quien pagaba. Había cristos para vestir, hechos para que los fieles ocultasen la agonía con ropas lujosas, como quien alivia culpas. El panorama era completo si, además, se incluía al ladrón bueno y al malo porque, en el Calvario, hubo tres cruces.
Mas recientemente, los poetas, que siempre ven mejor, reconstruyeron el rostro de Cristo. “… Perdone si le digo, responde el imaginero, que aquí no hallará, seguro, la imagen del Nazareno. Vaya a buscarla en las calles, entre las gentes sin techo, en los hospicios y hospitales, donde haya gente muriendo. En los centros de acogida, en que se abandonan a los viejos, en el pueblo marginado, entre los niños hambrientos, en mujeres maltratadas, en personas sin empleo” (Gabriela Mistral, “El imaginero”). Así que el dolor no era el de los azotes, de los clavos, de la lanza, de la corona de espinas, ni del pecado original, sino el dolor de la pobreza vista con indiferencia o, tanto peor, despreciada con soberbia. La narrativa cristiana se hizo caridad primero, con eso de dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento y dar posada al peregrino. Luego, en las sociedades modernas, se le superó con políticas públicas, como justicia social, con o sin revolución, con aciertos macroeconómicos o con fracasos estrepitosos. El paraíso debía ser una sociedad de bienestar para disfrutar aquí y ahora, no para después de muertos.
Lamentablemente, el Jesús crucificado es símbolo del fracaso en el intento. En teología, lo salva la Resurrección, pero se mimetiza con la Pascua que, en todas las religiones, es una celebración de esperanza, que no está mal, pero le hace perder fuerza. Por eso, me quedo con el símbolo de otro poeta: “… No puedo cantar ni quiero a este Jesús del madero, sino al que anduvo en la mar” (Joan Manuel Serrat, “La saeta”). Habla de milagros, es verdad, pero estos existen, solo que, cuando ocurren, usualmente te encuentran trabajando. Y, si de trabajar se trata, otro poeta recuerda que, aunque estés agonizando, no estás solo: “… Tú no tienes Marías que se van” (César Vallejo, “Los dados eternos”). Que esa sea nuestra Pascua de esperanza.
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