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[Opinión] César Luna Victoria: La violencia en el tiempo

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La izquierda ha ganado la presidencia en Perú con Pedro Castillo, en Chile con Gabriel Boric y la puede ganar en Colombia con Gustavo Preto. Junto con México, también con presidencia de izquierda con Manuel López, formamos la Alianza del Pacífico, el acuerdo comercial más exitoso en América Latina. Con economías liberales prósperas, con finanzas públicas ordenadas, con prácticas democráticas sostenibles, con sociedades construyendo bienestar, como las del club selecto de la OCDE. Dicho sea de paso, México, Chile y Colombia ya están dentro de la OCDE y Perú sigue tocando puertas, esperando ser invitado. Hay un elemento común en las victorias de la izquierda, se consiguen luego de protestas sociales porque los beneficios económicos no chorreaban para todos. Esas victorias podrían parecer razonables, como parte de la alternancia en el poder entre derechas e izquierdas. Pero no ha sido así. Las protestas en el Perú fueron contra empresas agrarias por mejoras laborales y contra empresas mineras por razones ecológicas, en Chile fue por el alza del pasaje del metro y en Colombia fue por el anuncio de una reforma tributaria. Empezaron siendo muy violentas y, paradoja por explicar, se volvieron más agresivas, si cabe, cuando los gobiernos aceptaron los reclamos. Es entonces que las razones iniciales de las protestas, una vez resueltas o mediatizadas, dejaron de ser las causas verdaderas. ¿Pero qué otras causas hubo? Aún más, ¿de dónde tanta frustración y por qué tanta rabia?
Habrá que retroceder en el tiempo para reconocer que nuestros países, con dosis distintas en cantidad pero comparables en dolor, sufrimos violencia a través de dictaduras, narcotráfico, conflictos armados internos y terrorismo. Los muertos, desaparecidos, mutilados, desplazados, huérfanos y demás víctimas son el epílogo de una realidad que fue muy cruel. A su modo, cada país intentó reconciliaciones, encontrar verdades, conceder perdones con olvidos o levantar museos para no olvidar, para recordar que nunca más. No ha sido suficiente. El conflicto antiguo murió, o así parece. Pero el dolor permanece, disfrazado de pasado, porque es un presente que no nos deja. Las heridas antiguas se han vuelto a abrir con la libertad de Alberto Fujimori en Perú, que recuerda a las víctimas de fuerzas paramilitares, con la Asamblea Constituyente en Chile que pone sobre la mesa el golpe contra Salvador Allende y la dictadura de Augusto Pinochet y con las elecciones de mayo en Colombia, donde, mimetizados en los partidos políticos, compiten secuestradores y secuestrados del tiempo de las guerrillas.
En la coyuntura nos ocupan los temas económicos y políticos, que hay que recuperarnos de las pérdidas de las cuarentenas, que nos están robando el Estado, que se tienen que ir todos ya mismo. Sin embargo, a pesar de la importancia de esos problemas, no nos podemos poner de acuerdo porque el pasado nos sigue dividiendo. Tenemos un problema mayor pendiente de reconciliación. Solucionarlo requerirá lo mejor de nosotros, una combinación de justicia y perdón, de inteligencia y sabiduría, de equidad y generosidad, de valentía, porque los tragos amargos hay que tomarlos de un solo tirón.

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