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[OPINIÓN] César Luna Victoria: “Loufer”
“Pareció bien que la nueva fiscal de la Nación, Patricia Benavides, iniciara una reforma, incluyendo nuevos equipos de investigación. Pero tenía rabo de paja”.
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Todo empezó en París, con la señora de la limpieza, alguna mañana de 1894. Del bote de basura de una oficina en la embajada de Alemania recogió seis pedazos de papel cebolla escritos a mano. Eran las partes de un memorándum dirigido al agregado militar de Alemania, con información sobre secretos militares franceses. Era un caso de espionaje y de traición a la patria. Para culpable salió sorteado un capitán, Alfred Dreyfus, porque no había nada que lo relacionara con el memorándum. La pericia grafotécnica había sido negativa. Sin embargo, el perito Alphonse Bertillon argumentó que Dreyfus había alterado su escritura en el memorándum y concluyó que era la suya. Le dieron condena perpetua. Sin pruebas, el caso Dreyfus pasó a la historia como un error judicial. Pero no fue un error. Por entonces, Francia quería recuperar los territorios de Alsacia y Lorena en poder de Alemania desde la guerra de 1870 y venía preparando la revancha. Internamente, el gobierno estaba controlado por los republicanos, pero lo jaqueaban desde la derecha los monárquicos y desde la izquierda los socialistas. Razón por la que, para ser originales, se recurría a medidas populistas y a exacerbar el nacionalismo. Dreyfus era el culpable perfecto: era judío y alsaciano o, traducido, antifrancés y proalemán. El pueblo celebró la sentencia. En 1896, Georges Picquart, un oficial de contraespionaje, haciendo más pruebas, encontró que el verdadero espía era Ferdinand Esterhazy. Pero le mandaron callar y lo expatriaron a Túnez. Fue inevitable juzgar a Esterhazy, pero lo absuelven y el pueblo lo celebra. En 1898 Emile Zolá escribe su famoso “Yo acuso”, imputando negligencia y corrupción a las autoridades francesas. Lo deportaron a Londres. Pero obliga a revisar el caso, le reducen la pena a diez años de trabajos forzosos. Epílogo: Dreyfus fue condenado sabiendo que era inocente, entregado como una ofrenda del poder para saciar el nacionalismo popular. Habría muerto en prisión si es que el presidente no lo indulta. Años después fue rehabilitado, se reincorporó al ejército y en 1914 peleó por Francia en la Primera Guerra Mundial.
Un siglo después, en la jerga política, aparece el concepto lawfare, formado por law (derecho, ley) y de warfare (guerra), para calificar una guerra judicial contra un opositor, el abuso legal para causar problemas a un oponente mediante sentencias arbitrarias, sin pruebas, sin fundamentos. Es lo que técnicamente se llama delito de prevaricato, peo disfrazado de legalidad. De esto, aquí en Perú, hemos tenido abundancia en el caso de los sobornos de Odebrecht. Esa y otras empresas se apropiaron de miles de millones de dólares. Pero, en lugar de perseguirlas, para los fiscales era más importante destruir políticamente a Ollanta Humala y Keiko Fujimori, que solo habían recibido unos cuantos miles de dólares para sus campañas electorales. Esos aportes no podían ser coima porque, cuando los recibieron, no estaban en el poder, pero los fiscales inventaron que era una precoima, que la debían pagar cuando fuesen gobierno. A Ollanta no se le ha probado nada, Keiko ni siquiera llegó al poder. Pasado el tiempo, está claro que las prisiones preventivas que sufrieron fueron una injusticia; sin pruebas, fue un acto perverso y criminal. Por eso pareció bien que la nueva fiscal de la Nación, Patricia Benavides, iniciara una reforma, incluyendo nuevos equipos de investigación y la inhabilitación de algunos de los fiscales involucrados. Pero tenía rabo de paja. Movió hilos para liberar a su hermana, una jueza investigada de favorecer a narcotraficantes. Eliminó investigaciones a congresistas, a cambio de que votaran medidas que le aseguraban seguir controlando el poder desde la Fiscalía de la Nación. Ha actuado ilícitamente, igual que los fiscales anticorrupción a los que quería inhabilitar. En este caso sí corresponde eso de que se vayan todos. Hay graves irregularidades en unos y otros. Las simpatías políticas no son argumento legal ni atenuante judicial, ni deben serlo.
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