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[OPINIÓN] César Luna Victoria: “Un mechón de tus cabellos”

“No es, pues, un simple jalón de cabellos, sino un conflicto social histórico en ebullición que nos arrastrará a todos cuando explote”.

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La jalada de cabellos a la presidenta Dina Boluarte en Ayacucho podría haber sido una anécdota más de la caricatura de nuestra vida política si no fuese porque hay más y es grave. Hubo errores mayúsculos: si le gritaban Dina asesina, ¿cómo se le ocurre lanzar caramelos como si fuese madrina de una fiesta patronal? La sacó barata porque pudo pasar de todo por las fallas de su seguridad. El incidente involucró a dos mujeres más: Ruth Bárcena e Ilaria Ayme; la primera fue detenida por la agresión, la segunda fue la que agredió. Las dos habían ido a reclamar a la presidenta por sus muertos en las protestas de diciembre de 2022. A Bárcena le mataron a su marido, queda viuda con una niña; a Ayme le mataron a su hijo mayor, queda madre soltera con cuatro niños. Los dos muertos no participaban en las protestas, uno las miraba de lejos y el otro auxiliaba a los heridos; cada uno era el sostén económico de la familia. Las dos esperan justicia hace más de un año. Es en Ayacucho, el lugar en el que más murieron por terrorismo y, a pesar de eso, para gran parte de la política oficial, todos los ayacuchanos son terrucos. De eso también están hartos. La culpa del jalón de cabellos la tuvo quien propuso ir a Ayacucho sin oír todo el dolor que lo rodea.
Es un dolor antiguo, acumulado por crisis no resueltas. Hace 200 años que la promesa republicana de la independencia sigue sin ser cumplida. En el mediano plazo, derrotamos a Sendero y al MRTA, que fueron grupos demenciales, sin proponer la utopía de un mundo mejor, sino destruir el que existía. La izquierda se demoró en condenarlos y la derecha no supo distinguir y metió a todos en el mismo saco. La izquierda reaccionó y concentró sus ataques en Fujimori: el Grupo Colina fue más criminal que el Comando Rodrigo Franco; los muertos en Barrios Altos y La Cantuta valieron más que los muertos en los hornos de los Cabitos en Ayacucho, o en las matanzas de Cayara y Putis, o en los bombardeos a El Frontón. Los crímenes se politizaron, vencimos al terrorismo para enemistarnos entre nosotros. Luego, Toledo lanza otra promesa democrática, auspiciada por un crecimiento económico, pero ya sabemos en qué terminó. En el corto plazo, vino la pandemia y se fue, pero dejó muertes y pobreza que todavía no se van. Hace poco Castillo cayó por estupidez propia al fallar un golpe de Estado, pero para gran parte de la población él no es el delincuente, sino la víctima, y Boluarte, quien lo sucede, es la traidora, porque gobierna con quienes perdieron las elecciones. La izquierda reacciona e impone el estribillo de que ella es la asesina de los muertos de las protestas subsiguientes. Otra vez enfrentados.
Contabilice los daños por tantas crisis, las frustraciones por promesas incumplidas y las desigualdades no resueltas y allí tiene las causas de este dolor. Los síntomas son una pobreza que lastima a un tercio de nosotros, con hambre que mata, con salud precaria que enferma más y con educación que no sirve para salir adelante. Una sociedad que no sabe escuchar ese dolor y que no se propone aliviarlo es una sociedad cruel, que va dejando de ser democrática, porque requiere ser autoritaria para domesticar protestas (Judith Shklar: “Los rostros de la injusticia” y “El liberalismo del miedo”). El riesgo es que ese dolor se convierta en ira y que esa ira se organice, porque es así como nacen las venganzas revolucionarias. No es, pues, un simple jalón de cabellos, sino un conflicto social histórico en ebullición que nos arrastrará a todos cuando explote. Nuestra sobrevivencia como sociedad y como república depende de que nos hagamos cargo de ese conflicto para resolverlo, entender a la otra parte, saber escuchar su dolor, sentir empatía por su sufrimiento, hacer un inventario de interés, a la franca y sin anestesia, para saber qué se quiere y qué tanto de eso es posible. Pero, para eso, las élites políticas deben saber transar, porque, para encontrar soluciones en los puntos intermedios, hay que renunciar a los extremos, antes que el adversario de hoy sea el enemigo de mañana.
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