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(OPINIÓN) Gabriel Ortiz de Zevallos: Incertidumbre 2026
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A menos que algo inesperado ocurra, lo más probable es que recién en 2026 tengamos elecciones generales en julio y regionales y municipales en diciembre. Las protestas pueden volver a aparecer por distintos motivos, como en Piura por la insuficiente respuesta a los desastres naturales, o por el reclamo de las muertes producidas en las protestas posteriores a la transición constitucional no interiorizada todavía por la mitad de la población. He señalado en columnas anteriores que el mensaje de que las muertes en Ayacucho no importan tanto como las de Lima es uno que se conecta con vivencias reales de abandono en los 80 e inicios de los 90, con lo que ello implica para efectos de su uso político, aprovechando la narrativa identitaria que le funcionó a Castillo, siendo un pésimo presidente, además de corrupto. Lo que se aprende cuando un pésimo producto tiene igual acogida, es que existe la categoría, y que otro producto de mejor calidad (o apenas con mejor empaque) podría desplazarlo y tener éxito. El elemento, más que ideológico, es emocional, identitario y de percepción de pertenecer o no a un sistema que se califica como fallido.
Aún si las protestas arrecian, la posibilidad de una vacancia es casi nula, a falta de razones más estructurales, porque 91 de los 130 congresistas han duplicado su sueldo o más al resultar elegidos. Incluso si es que los jefes de sus partidos tuvieran la preocupación del costo político de un Congreso que ya bajó de 40% a 10% de aprobación en menos de dos años, casi no hay partido en el que esa autoridad se pueda hacer sentir.
En 2026, aproximadamente uno de cada cuatro peruanos que votarán no tenían 10 años en 2000, es decir no recuerdan la hiperinflación, que implicó volarse 9 ceros en la moneda (1 inti = 1,000 soles de oro y luego 1 nuevo sol = 1 millón de intis). Solo 30% tendrá 46 años o más en 2026 (tenía 20 o más en 2000). En mi generación, constatar que el Estado es un mal administrador fue una vivencia, más que un concepto ideológico, aunque haya todavía algunos que lo defiendan. Tuvimos los Súper Epsa y las inútiles calcomanías en los setenta e hicimos colas interminables por leche Enci en los ochenta, incorporando la obsesión de preguntar a cuánto estaba el dólar hasta varias veces por día. Los cambistas de la calle que todavía vemos nos hacen recordar lo que era el día a día de esas épocas. Nada de eso es recuerdo común.
Además de recordar la propia historia, Argentina y Bolivia, dos países que han seguido las políticas de intervencionismo estatal en la economía podrían servir de ejemplo. Argentina tuvo 94.8% de inflación en 2022 y 21.7% ¡solo entre enero y marzo de 2023! Bolivia ya es importador neto de hidrocarburos y los bolivianos compran soles para proteger sus ahorros. El modelo boliviano, señalado como referente de que una mayor intervención estatal en el mercado “estratégico de hidrocarburos” tenía buenos resultados terminó generando lo predecible: paralización de inversiones, reducción de reservas probadas e importación neta de hidrocarburos. Pero no solo eso, entre 2006 y 2019, Perú logró reducir la pobreza 35 puntos, versus solo los 23 puntos que pudo Bolivia. Y Bolivia hoy tiene una deuda de 80% de su PBI anual, versus 34% de Perú. Tenemos una lista inmensa de cosas para lograr un Estado funcional y que atienda bien a los peruanos más necesitados, pero ni Bolivia ni Argentina son buenos modelos.
Frente al planteamiento desde la izquierda de introducir cambios al régimen económico de la Constitución de 1993, Waldo Mendoza acaba de publicar un libro específicamente dedicado a analizar el impacto que ha tenido en el Perú. Si bien el libro tiene el detalle técnico y metodológico que corresponde a una investigación económica, su lectura es sencilla y va directo a las controversias, sería necesario difundirlo ampliamente en versión Coquito.
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