Aquella amistad que parecía incorruptible se robusteció cuando Álvaro, fiel a su vocación política, se volcó a apoyar, gastando una parte sustancial de sus ahorros, a cierto candidato presidencial al que Barclays, desde la televisión, también respaldaba. Ese candidato, ahora perseguido por la justicia, acusado de ser un gran ladrón, le había prometido a Álvaro Vargas Llosa nombrarlo canciller, ministro de exteriores. Cuando Barclays denunció en la televisión que ese candidato con aires de rufián se negaba a reconocer a su hija biológica de catorce años, y entrevistó a la niña y a su madre, y anunció que dejaba de apoyar a ese candidato acanallado, Álvaro Vargas Llosa, desafiando a su padre, Mario, el ilustre escritor, hizo algo notable, que muy pocos conspiradores políticos harían: en vísperas de ganar las elecciones, de llegar al poder, de ser ministro de exteriores o de lo que le viniera en gana, mandó al carajo a su líder, denunció en el programa de Barclays las trapacerías, los embustes y las corruptelas de su líder y le retiró públicamente su apoyo. Debido a ello, se peleó con su padre, Mario: dejaron de verse y hablarse dos años, Álvaro se refugió en Oakland, California, y los adulones y escuderos del presidente rufián, al que Mario seguía apoyando, lo enjuiciaron y trataron de meterlo en un calabozo. No era la primera vez que padre e hijo peleaban: se habían enfrentado cuando Álvaro abandonó sus estudios en Princeton y Mario lo echó de la casa familiar en Lima.