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[OPINIÓN] Jaime Bedoya: De la Gringa Inga a Oliver Sonne

"Hay quienes se sorprenden (hasta se indignan) de que la blancura infinita y español balbuceante de Sonne generen una conexión extrafutbolística. Imitando a los arequipeños, parece que el peruano también nace dónde le da la gana”.

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El Perú tiene un trauma con el extranjero. No es para menos. Fueron incomprensibles foráneos blancos, montados sobre inmensos cuadrúpedos babeantes, los que a sangre y fuego se llevaron en peso un imperio. Fue una conquista traumática y violenta, aunque de un desenlace más trascendente que su hostilidad inicial.
Ese extranjero, fue el caso de Pizarro, el cuidador de cerdos extremeño que fundó Lima, se amancebó con india e hizo de esta tierra la suya. En esa decisión pesó el oro, pero se vertieron idioma, religión y huesos. El país que luego seríamos no existía como tal sino hasta el choque y fusión con la cultura colonizadora que quiso dominarla y acabó pariendo una nación criolla. Posiblemente ingobernable, como nos consta cada día, pero única al fin y al cabo.
Fueron extranjeros, un venezolano como Bolívar, un argentino como San Martín, los que nos dieron la independencia frente a esos otros extranjeros, sangre criolla mediante.
Fueron extranjeros chilenos los que acabaron con el mayor héroe peruano que hayamos tenido. Fueron otros extranjeros –un francés, Petit Thouars– quienes salvaron Lima del bombardeo de los invasores, gesto que le vale una avenida que recorre cuatro distritos.
La afamada cocina peruana, orgullo extremo de singularidad nacional, nació del encuentro de los múltiples sabores extranjeros reunidos en este suelo: andino, español, negro, oriental, italiano, árabe. Por eso es siempre la comida, y a veces el fútbol, lo que mejor describe la idiosincrasia de un país que tiene en la mezcla su mejor pureza.
Fue otro extranjero, Ricardo Gareca, el mismo que nos clavó un puñal en forma de gol que nos sacó del mundial de México 86, el que nos dio la alegría – cobijado por la chiripa y fe peruanas y la mala suerte chilena– de volver a un campeonato FIFA al cabo de casi cuatro décadas de peruanísimo fracaso.
Y ahora hay gente que se sorprende (hasta se indigna) con que la blancura infinita y español balbuceante de Oliver Sonne generen una conexión extrafutbolística con la afición. Imitando a los arequipeños, parece que el peruano también nace donde le da la gana.
Es el caso de la alemana Ingeborg Zwinkel, nativa de Múnich y casada con diplomático peruano en Nueva York. Llegó a Lima en los 50 a trabajar en la televisión y como profesora de inglés. En un set se cruzó con su colega Violeta Ferreyros, a la que le preguntó por qué trabajaba con ese señor que le decía chiquivieja ante cámaras. Ese señor era Augusto Ferrando, síntesis de criollada peruana para bien y para mal.
Ferrando escuchó la queja y supo que Ingeborg faltaba en su Trampolín a la Fama para ser el espejo bizarro y cachaciento del país. Tenía a Leonidas Carbajal, el cholo pretencioso; tenía a Tribilín, el negro cándido; tenía a Violeta, la limeña apericada. Él, como eje inmóvil de la pendejada peruana, se burlaba demoledoramente de todos, pero siempre con brutal cariño tributario del sarcasmo nacional.
A Ferrando solo le faltaba la extranjera. Así fue como Ingeborg, europea esposa de diplomático, se convirtió en la Gringa Inga. Durante tres décadas, Ferrando descargó sarcásticamente en ella la deuda pendiente de lo blanco ante lo peruano. Y la gringa dejó de ser alemana para siempre. Era dulce y dedicada al trabajo social, un pálido y amoroso parachoques del cochineo peruano.
En una parroquia del Callao yacía la olvidada partida de nacimiento peruana de la abuela de Sonne, otra que huyó hace décadas de la crisis constante en que vivimos, luchamos y, a veces, prosperamos. Su nieto Oliver, nacido en Dinamarca, no es un jugador extraordinario. Pero se ha vuelto un fetiche de ciertas pulsiones nacionales.
Es el ícono del blanco pintón, promesa de pasaporte extranjero y mejor raza. Encarna el empeño del gringo que no le hace asco a la cumbia, al cochineo y al chocolate, rasgos que para algunos limeños son como la lepra. Es también la reivindicación a la toxicidad de Reynoso, maltratador serial que se regodeaba en el resentimiento social, racial, existencial. En suma, el gringo da las señales honestas de estar muy interesado en ser peruano. Y eso, en un país para donde algunos serlo es un pesar o una vergüenza, eso importa más que hacer un gol.

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