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[OPINIÓN] Jaime Bedoya: El síndrome de Nerón
“Esta guerra civil de baja intensidad al estilo Planeta de los Simios, en la que el último dios en pie es una bomba atómica, supone una regresión deprimente y trágica”.
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La degradación moral peruana está generando conductas con rasgos sociópatas. Decepcionar a quienes en uno confiaban, arruinando la propia reputación en el camino, se ha convertido en una situación normal y previsible. Todos estamos más o menos preparados para que alguien nos decepcione.
En nuestra historia reciente hay una larga lista de personajes que pudieron revertir esto, pero no.
Una irreversible debilidad de carácter o un secreto pasado no resuelto –muchas veces vinculado al plagio y fingimiento académico– son cadenas que arrastran a tomar una curva equivocada. Ese es el desvío que acaba implosionando todo el camino recorrido.
Autoridades electas, promesas de un futuro mejor con un pasado atroz, acaban presas. Periodistas cuya cercanía a la pantalla hacía sentirlos como de la familia facilitaban coimas en sus tiempos libres. El padre putativo de la patria que acompañaba el encierro mientras en cruel metáfora se lavaba las manos todos los días por lo bajo se vacunaba a escondidas. Y así sucesivamente, hasta que un WhatsApp nos separe.
La actual fiscal de la Nación, terca y guerrera, se plantó frente a un régimen cleptómano, populista y peligroso, ante el cual no se podía ser tibio. Un ladrón es un ladrón. Peor si se trata de un cogotero que era feliz mascarón de proa de una opción radical.
Esta corajuda conducta pública le valió el reconocimiento de la derecha y la tirria de la izquierda. Los primeros privilegiaban el bien mayor ante la flagrancia de un golpe de Estado. Los segundos no dejaban de recordarle que tenía explicaciones pendientes respecto a su hermana y a una tesis sospechosa.
En el juego de espejos y diluyentes que supone la estructura del poder, donde no hay buenos ni malos, sino una llanura gris y laxa, la fiscal por sí sola empezó a arriesgar su capital moral.
Eso comenzó cuando escogió como asesor principal y personalísimo a una persona que venía del régimen que acababa de cancelar.
El filósofo Villanueva venía del gobierno de Pedro Castillo, fungiendo de asesor en varios ministerios. Su visión política entonces convenientemente se adscribía a lo que balbuceaban Castillo y su banda.
El filósofo, velozmente, no tuvo ningún empacho en subirse inmediatamente al carro de quien había derrotado a su antiguo líder. Reencarnado en su nuevo puesto, en sus comunicaciones desde la Fiscalía, Villanueva explicita su misión de acabar con la misma mafia caviar (sic) que hasta hace unos meses era la aliada y soporte intelectual de su jefe Castillo, y que, además, había cooptado ideológicamente la Fiscalía. Una persona con principios así de elásticos es la ideal para realizar trabajos sucios. No tiene arcadas.
Pasó lo que tenía que pasar y el filósofo operó a diestra y siniestra. La responsabilidad mediata o inmediata de su jefa es lo que debe dilucidarse, si es que antes el filósofo – un sobreviviente, a fin de cuentas – no se voltea una vez más.
Este es el zafarrancho político judicial en que estamos metidos ahora, nuevo escenario de la pelea por el poder entre extremos y todo lo que existe entre ellos. Como no es un tema de principios, sino de angurria por el poder, los bandos se confunden, relativizan y contradicen.
Aquí es cuando la fiscal se cree Nerón. O Sansón. O Manolete, por aquello de morir matando. Sintiéndose acorralada, acaso culpable y ciertamente paranoica, decide que su mejor defensa no es explicar prolijamente su vinculación en los trasiegos del filósofo, sino asegurar la destrucción mutua de todo lo que esté a su alcance. Esto es, denunciar a la presidenta por homicidio calificado. La está denunciando por asesinato: matar por ferocidad, codicia, lucro o placer. Lo hace con las marchas que quieren reventar todo, a ella incluida, a horas de iniciarse.
Con esa carga explosiva sobre la mesa, la fiscal les llena el tanque de combustible a aquellos que hace unos meses eran sus adversarios: Castillo, Cerrón, Antauro, los radicales, los hastiados de una representación política sin principios, solo con finales convenientes.
Lo más penoso es que los beneficiados políticamente por su exabrupto la ponen en el mismo costal de Dina Asesina: las dos se van presas juntas.
Esta guerra civil de baja intensidad al estilo Planeta de los Simios, donde el último dios en pie es una bomba atómica, supone una regresión deprimente y trágica. Enturbiada ahora por la posible liberación del patriarca Fujimori, una familia de la que el Perú ya debería tener la opción de no seguir pensando en ella.
Todo parece perdido y sin salida. Sin embargo, la esperanza es lo último que se pierde.
Esta semana unos delincuentes dejaron un explosivo en la puerta de una humilde vivienda de El Porvenir, en Trujillo. La extorsión de todos los días. Oportunamente, un perrito callejero que transitaba por ahí orinó sobre el artefacto y evitó la detonación.
No todo está perdido.
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