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[OPINIÓN] Jaime Bedoya: Todos los papás seremos fantasmas

“Cuando somos niños, el padre es inmenso y ejemplar, insospechable de defecto. La adolescencia, con su rebeldía fatua, le empieza a descubrir defectos que tarde o temprano también serán los nuestros”.

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Algo brutal sucedió hace años con el padre de un compañero de colegio.
Este chico era tranquilo, buena gente, distinguiéndose por ser aficionado a los autos de carrera y a tocar batería, singularidades en un universo primarioso monopolizado por el fútbol y el fútbol.
Era misterioso cómo así estaba tan familiarizado con ambos temas, siendo su experiencia de vida la misma que la nuestra. O sea, nula. La respuesta no era complicada. Ambos asuntos los había aprendido de su papá.
Este padre era piloto aficionado de autos de carrera. Tenía un Volkswagen escarabajo pichicateado que corría maniáticamente en el circuito de Santa Rosa, nosotros persiguiéndolo con la mirada y contando con urgencia las vueltas que iba completando.
Además, este señor era músico, baterista, instrumento que hasta en reposo se erigía majestuoso en la misma sala de la casa. Ahí, donde otros teníamos floreros, ellos tenían una posibilidad sonora. Ese padre también era cineasta y filmaba comerciales de televisión. Lo que dejaba la impresión de que, mientras nuestros papás solo trabajaban, él parecía que realmente se divertía viviendo.
Trágicamente, filmando un sunset en el roquerío traicionero del Salto del Fraile, playa de La Herradura, una ola maldita le reventó encima y se lo llevó junto con el peso de cámara, trípode y demás equipo pesado.
La búsqueda y expectativa duraron días. Sin entender mucho escuchábamos hablar de mareas y corrientes, presintiendo que las posibilidades se iban agotando con el paso del tiempo. Eso pesaba. Porque este señor, al que llamábamos tío, como se les llama a los padres de tus amigos, había compartido también con nosotros algo de lo que le había enseñado a su hijo.
Habíamos subido a su auto de carrera a dar vueltas a toda velocidad, saboreando por primera vez esa maravilla que empezaba a asomarse: el vértigo de la velocidad motorizada. Nos había enseñado el secreto de los cuatro tiempos al llevar el ritmo básico del rock en la batería. Lo hizo con una melodía amable y llevadera, perfecta para aprender: la azucarada balada romántica de Motown versionada por Los Carpenters, Please Mr Postman. Tremenda voz que tenía Karen Carpenter (que, además, tocaba batería).
El aprendizaje del tempo que hay en cada canción fue una revelación extensible al empezar a descubrirles el ritmo a las personas y a las cosas. Era incomprensible cómo un adulto así de interesante podía desaparecer en un tronar de dedos. Encima en un paisaje icónico, hasta entonces, hospitalario destino de un paseo familiar dominical cualquiera. La muerte se esconde en los lugares más insospechados.
No recuerdo cómo acabó la búsqueda del cuerpo, ni siquiera si alguna vez apareció. Pero el tío, ese papá, desapareció para siempre. Su hijo quedó marcado por una señal propia, triste, aunque no mala, la de una compañía invisible. La esplendorosa puesta del sol limeña había acompañado la transformación del padre en una presencia inmaterial. Los nuestros seguían estando en casa. Los podíamos seguir dando por seguros a pesar de pesadillas atroces que duraron un tiempo.
La pérdida del padre no la cura el tiempo. Solo le agrega distancia. El sentimiento de abandono se agazapa cíclicamente, manifestándose en el momento menos pensado. Súbitamente, caes en cuenta de que estás repitiendo algo de él o, por el contrario, te encuentras frente a un problema en el que necesitarías un consejo que solo él podría atender.
Cuando somos niños, el padre es un tótem. Inmenso y ejemplar, insospechable de defecto alguno. La adolescencia, con su rebeldía fatua, desmitifica la figura y le empieza a descubrir defectos, antipatías, y resquebrajamientos que –entonces no lo sabemos– tarde o temprano también serán los nuestros.
En la adultez, cuando el orden natural se invierte y los padres se empiezan a volver nuestros hijos, redescubrimos la grandeza olvidada de quien intentó enseñarnos, sin manual y de la mejor manera posible, lo que hay que saber para vivir debidamente. Si por esto se entiende no joderle la vida a nadie, ya es bastante.
Luego pasa lo que tiene que pasar y reparas que finalmente quedas solo, aunque acompañado de esta presencia etérea que o te ilumina el camino o te lo oscurece. Por eso hay adultos que necesitan urgentemente una linterna, y no lo saben.
La película Interestelar, esa maravilla de la ciencia ficción que en realidad es un homenaje a la paternidad camuflado de teoría cuántica, lo dice de manera irrefutable:
Ahora estamos aquí para ser los recuerdos de nuestros hijos. Cuando eres padre, eres el fantasma del futuro de tus hijos.
Eso es lo que finalmente seremos. La idea es evitar ser de esas apariciones que solo dan miedo.

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