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Carlos Meléndez,Persiana AmericanaEl domingo último, los peruanos celebramos el Día del Pollo a la Brasa. A esta efeméride tan importante para el paladar nacional se le suman otras de similar trascendencia, como el Día del Cebiche, del Chicharrón, del Pisco Sour, del Chilcano, entre otras viandas y bebidas espirituosas. No cabe duda de que pronto el calendario del orgullo nacional desbordará de tanta digestión agradecida y plato honrado.
No me deja de sorprender la fiebre gastronómica que sufrimos con gustoso delirio. No porque no valore la calidad superlativa de nuestra cocina (y su aporte al turismo y otras áreas económicas), sino porque creo que se ha convertido en nuestra 'cortina de humo' preferida. Es una suerte de 'psicosocial' colectivo que nos hemos inventado para evadir aspectos más relevantes para nuestro desarrollo, en los cuales estamos relegados en cualquier ránking internacional.
La obsesión culinaria hostiga a la opinión pública y mediocriza las expectativas de nuestro futuro colectivo. 'No estaríamos tan mal mientras sigamos comiendo rico' es la moraleja. No estoy en contra del disfrute colectivo (que comparto), sino del confinamiento de los temas relevantes y carentes de una mediana exposición mediática. Entonces, ¿por qué no exponer la informalidad naturalizada que cínicamente llamamos 'creatividad' o la pobre calidad de vida de nuestro crecimiento económico?
La fiebre gastronómica es conveniente políticamente para el statu quo. Su exacerbación es inversamente proporcional a las aspiraciones transformadoras de la sociedad. Su discurso no reta y su 'inclusión social' (todos pueden ser chefs o empresarios culinarios) es falaz. Su consistencia es la mitad de una fórmula de probado poder en la política mundial: pan y circo.
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