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Beto Ortiz: Morbo

Todo lo que yo cuento siempre es verdad porque no tengo imaginación.

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La frase es del escritor cubano Pedro Juan Gutiérrez, pero podría haberla dicho yo. Prefiero la autobiografía a eso que llaman auto-ficción, en el supuesto negado de que exista. Prefiero las historias reales que aquellas “basadas en hechos reales” en las que cualquier parecido jamás es coincidencia. Llámenlo deformación profesional, pero, puesto a elegir entre la fantasía y la vida, elijo siempre mi cruda realidad. Es por eso que me gustan esas historias de las que nadie sale ileso. Ni el autor, ni el lector, televidente o espectador. No me interesa una trama si –quien la cuenta– no ha invertido en ella una buena cuota de víscera sangrante, si no sale de ella herido, contuso, roto y –si es posible– masacrado. Es por eso que cuando, hace algunos años, fui a ver una obra de teatro documental por primera vez, salí de la sala pensando: “Yo tengo que hacer algo así algún día”. Esa primera obra se llamó “Desde afuera” y en ella, los personajes –que no eran actores en realidad sino gente real con verdaderas agallas– nos contaban la historia lacerante de sus vidas. Al final de la función, me escabullí tras bambalinas para conocer a Gabriel de la Cruz, el joven director que había logrado engarzar tantas historias en esa sola, pequeña joya. Hablamos de la posibilidad de realizar una versión en video de los estremecedores testimonios que componían la obra, pero la idea, por alguna razón que no recuerdo, nunca se concretó. Nos llamamos un par de veces más en el par de años que siguieron hasta que, a fines del año pasado, animado por un hecho más bien desconcertante, me decidí, por fin, a proponerle que pusiéramos mi escandalosa existencia en escena.
El inusual suceso que hizo las veces de detonante fue una generosa invitación que me hizo Mónica Delta para que la acompañara en el espectáculo con que había decidido celebrar sus 40 años de televisión en el Teatro Peruano Japonés. En él, Eva Ayllón y Cecilia Bracamonte cantarían, Mauricio Fernandini bailaría marinera, Carlos Galdós haría reír al respetable… ¿y yo? ¿Qué carajo podía hacer si no soy cantante, ni bailarín, ni comediante? Si dibujar y cocinar quedaban descartados como talentos escénicos, lo único que yo podía hacer era pararme ahí y hablar. Pensándolo bien, eso es lo que he hecho siempre para ganarme la vida: entrarle al floro bravo, tan difícil no podía ser. Craso error. Una cosa es hablarle a una cámara y otra, muy, pero muy distinta, hablar con un millar de personas sentadas, en silencio, frente a ti. No me acuerdo ni qué dije, ni cuánto tiempo duró aquella agonía, aquella feroz lucha interior por no ser incinerado por los reflectores ni devorado por tan gigantesco escenario. De lo que sí me acuerdo es de una sensación novedosa, viciosamente placentera: el aplauso. Nadie aplaude cuando logras una primicia, ni cuando coronas una buena faena de entrevistas, ni cuando por fin te liga escribir una frase redonda. Quizás te lo dicen o te lo escriben en las redes. Quizás te dan una palmadita en el hombro o te levantan el pulgar, pero no es igual. El aplauso es otra cosa. El aplauso ha de ser como el opio o la heroína. Peligrosísimo. Una vez que lo has probado, quieres más. Me acuerdo que, esa misma noche, un par de amigas productoras se ofrecieron a ponerle manos a la obra a mi siguiente número. Les agradecí, poniendo cara de “¿qué cosas dices?”, pero, a la mañana siguiente, con la excitación del debut palpitante todavía, llamé a Gabriel y le pregunté, a quemarropa: Gabo, ¿tú te animarías a dirigirme en el teatro? “Conversemos” –fue su respuesta.
Y eso fue exactamente lo que hicimos. Conversamos. Conversamos y conversamos, sentados en el balcón de mi departamento, tomando cafés interminables. Horas de horas. Semanas tras semanas. Descansando por fin de toda una vida dedicada a preguntar, me dediqué a responder el extensísimo interrogatorio con el que Gabriel se había propuesto atormentarme –o documentarse, según cómo se vea– acerca de los más recónditos episodios de mi aún prematura biografía. Como había estudiado mecanografía en el colegio, Gabriel tipeaba absolutamente todo lo que yo decía, a gran velocidad, de modo que, al cabo de varias semanas, ya había recopilado confesiones suficientes como para publicar un libro concupiscente, candidato a la censura. Aquel confuso amasijo de intimidad revelada fue el magma primigenio del que, a fines del año pasado, partimos para comenzar a armar la estructura de este montaje que, desde el comienzo, él decidió bautizar como “Morbo”. No pude estar más de acuerdo con el título. Ya era hora de que esa palabrita –que tanto me había perseguido– nos sirviera para algo. Lo que siguió fueron largas sesiones de improvisación en las que partíamos de alguno de los innumerables temas –obsesiones, más bien– que habían ido apareciendo, cual tercos fantasmas, en cada una de nuestras conversaciones. La maravilla del teatro documental –o testimonial– es que, a diferencia del teatro convencional, no parte de un texto, sino que funciona al revés. Primero lo pones en escena y luego lo escribes. Semejante ejercicio me sacó a patadones de mi zona de confort. Me obligó a hacer cosas que jamás quise hacer: a decir cosas sin escribir y sin hablar, a contar historias con el cuerpo –o con lo que queda de él–, a forzar el umbral de mi –considerable– resistencia al ridículo, a confiar y a depender absolutamente de los demás, y a eso que llaman “abrazar tus emociones”, es decir, a hacer exactamente lo contrario de lo que hacemos siempre los periodistas de televisión que –con idéntica maña– impostamos una almidonada compostura, nos hacemos los muy inteligentes poniendo el pulgar bajo el mentón y entrecerrando los ojillos, reprimimos la risa ante la soberana estupidez o nos aguantamos el llanto ante el testimonio desgarrador. La maravilla de pararte en un escenario haciendo el papel de ti mismo es que ya no hace falta tener que disimular nada porque te permite –y te exige– la soñada honestidad. La honestidad de asumirte y abrazarte absolutamente sin importar cuánta sangre, sudor y lágrimas vayas a dejar regados en el intento. Ay, qué rico. Ya lo saben. Morbo. 11, 12 y 13 de octubre en el Teatro Municipal. Ahí nos vemos.
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