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Jeremías Gamboa y la conquista de Lima en Ciudad de Cuentos
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La cumbia de la superioridad moral

Cuídense de los intelectuales. En Lima, una insigne argolla controla el monopolio de la cultura. Y el de la ética. Y el de la estética. Sospechen. Cuando les pelen las muelas, desconfíen.

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Quizá creyendo que ignoro los adjetivos que me lanza en sus redes sociales, Gonzalo, un individuo de llamativo acné y prominente abdomen que, por muchos años, se dedicó a tragar gratis en restaurantes pegándola de cronista gastronómico, se me acerca en el santo de Gastón y me extiende su manito grasienta como un pejerrey arrebosado. La tomo, no sin asco y, mientras retribuyo el saludo con la mejor de mis sonrisas, le susurro al oído, muy bajito, casi, casi con ternura:
-¿Por qué me das la mano, concha tu madre, si te pasas la vida hablando mierda de mí?
El sujeto se pone pálido, sale disparado a gran velocidad, probablemente con dirección a la cocina porque no vuelvo a verlo más en todo el resto de la simpática velada. “¡Qué agradable Beto Ortiz cuando no hace programas tóxicos..!” –postea en su Facebook Mariana, passive agressive productora del canal de la competencia, haciendo gala de esa exquisita, limeñísima maledicencia que ha aprendido a disfrazar el raje de halago, a modo de sutil mecanismo de agresión. Se refiere, por supuesto, al programa que hicimos con la atleta Gladys Tejeda y que, al parecer, me ha hecho merecedor a que, por esta única vez, se me perdone la vida. A que se me indulte como a un torito moribundo. Gracias, mamay. Sobrecogido por tamaña exhibición de grandeza de espíritu, no puedo evitar caer en la tentación de dejar un breve comment en su muro: “No merezco tanta misericordia. No soy digno de que entren en mi casa. Tengan piedad de este pobre leproso. Pido perdón al universo por existir”. Pocos días después, en medio del bululú del Festival de Cine, un pulpín lampiño pero hípster, perteneciente al sector socioeconómico CD, se me acerca, me pide un selfie y, en el preciso instante en que va a disparar, hace una mueca estúpida que, claramente, significa: pof, ¿qué está haciendo un chuchan boy como yo al lado de un sujetillo como este? Para evitar que me vaya a denunciar ante la Demuna o ante la Corte Interamericana, me abstengo de decirle cositas en la oreja. Baboso. Supongo que debería agradecerle que no haya grabado un video cantándome insultos como hicieron con Butters o algún otro flash mob por el estilo.
La aldea pacata en que moramos ha premiado su cuchicuchesco stand-up comedy con tantos aplausos nerviosos y risitas reprimidas que la afamada y pulposa prócer del poliamor se ha sentido ebria de notoriedad y, al verme venir, ha optado por hacerse la cojinova, la distraída, la que no me vio para seguirse de largo y evitar el inconveniente de saludarme delante de la gente porque paltea, alucina, paltea. Por joder, por supuesto, la saludo en voz alta y ella musita un hola trémulo y se ovilla todita como quien dice: trágame, tierra. Lontanos lucen los días en que telefoneaba tan alegre y divertida para pedirme que la invitara a presentar su libro en mi programa. Lontano parece ahora aquel santo de Hugo Martínez en Melitón Porras, año 2002, cuando la citada performer, empeñada en la noble misión de procurarse un nuevo ménage à trois, me ofrecía en bandeja a su pobre flaco, poeta de lánguida estampa y de mirada desmayada, con tal de que yo le atracara el pan con pescado, acaso convencida de que el talento es una especie de virus que se transmite por intercambio de fluidos. “Está bien ser transgresor pero nunca tanto” –pensé yo, mientras abandonaba raudo aquella fiesta y corría despavorido hacia mi camioneta, la encendía y, tomando las de Villadiego, la veía empequeñecer en el espejo retrovisor. Eso no se le hace a un poeta.
Expresando su indignación y su abierto repudio por una columna que yo he escrito, Alejandro, el joven pintor de la Católica cuyos cuadros comenzaron a cotizarse en 5 mil dólares inmediatamente después del reportaje que le hice, decide romper palitos conmigo –que, además de su principal propagandista, soy el comprador de media docena de sus pinturas– y no tiene, para tal fin, mejor idea que dedicarme la siguiente carta despechada: “A pesar del enfoque controversial y morboso de tus programas o el formato de tus discursos, yo creía en ti y veía tu programa desde inicios de la caída del régimen fujimorista. Tendría qué… ¿12 años? Y me inspiraste mucho, pese a la tonada de Yma Sumac que podía volverte loco de tanto oírla. Incluso con todas las acusaciones en tu contra, yo decidí creer en ti y me parecías alguien que no se casaba con nadie. Realmente, con 26 o 28 años te creí, pero me apena leer tu columna de hoy. En parte también pienso que es liberador. Así puedo construir mi propia imagen, mi propio ideal. No estoy escupiendo en la mano que me ayudó, solo estoy siguiendo mis ideales, así como tú sigues los tuyos. No quiero terminar este mensaje sin agradecerte, pese a la vergonzosa columna que escribes hoy, el que hayas creído también en mi obra. (…) Ojalá que un día cuando hayan pasado los años podamos mirarnos, ambos, con más admiración de la que hoy toca. Pensarás, seguramente: ¿Quién se cree este pata que viene a decirte lo que debes hacer o pensar?’. Bueno, soy un artista demasiado idealista. Soy una especie de Batman”. Mira, mi querido Batman del Cercado de Lima, métete esto bien adentro en tu cabeza: los amigos no necesitan pensar igual para ser amigos. Si tú me detestas por algo que escribí y no te gustó, me veo en la obligación de detestarte por todos los cuadros que pintaste y no me gustaron. Los tomaré como un agravio personal, como una mentada de madre imperdonable. Estamos parches. Si crees, alma pía, que estoy en la obligación (moral) de pensar como tú para ser merecedor de tu acrisolada y prístina amistad, te sugiero que te eches agua, jugador, abundante agua porque estás hasta las huevas.
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