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Prefiero quedarme en casa

Cosas horribles que les pasan a los que no ven fútbol. Si no ves el Mundial, Dios te castiga.

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Aprovechando la ciudad en perfecta calma a la hora del partido, Mauricio y yo salimos ayer juntos a almorzar. Salí apurado y dejé el smartphone cargando en casa. Bah, nadie se ha muerto por quedarse un par de horas desconectado, ni siquiera un tuitero compulsivo e hiperconectado como yo. Un poco de silencio cibernético le vendría bien a mi agitado espíritu. Un poco de chat face to face con mensajes de audio personalizados en tiempo real, o sea, una simple conversación, como en los viejos tiempos. Nuestro almuerzo transcurrió plácidamente en medio de aquel restaurante elegante y vacío, salvo por un detalle extraño e inquietante: yo no tenía hambre. Y eso es algo que no me había pasado jamás en la vida. La ensalada de alcachofas bebé hidropónicas y orgánicas casi ni la probé y al risotto de hongos de Porcón que llegó como plato principal le di un par de cuchareadas con desgano. Me sentía francamente aplatanado. Había amanecido con un dolorcete de cabeza medio cojudo que atribuí al abundante oxígeno consumido por la estufa de abuela con la que conjuro el viento helado que viene del mar. La taladrante cefalea o dolor de mitra se hizo, en verdad, insoportable hacia las cuatro de la tarde, una puta tortura in crescendo que no había forma de quitarse. Pensé en mandarle un whatsapp a un amigo doctor pero, claro, no pude: estaba sin celular. Dice Mauricio que a esa hora comencé a registrar comportamientos desconcertantes, como volverme monosilábico o pararme al baño a mojarme la cabeza con agua fría. Inapetente y silencioso, ese pelado con gotitas en la calva dejaba, poco a poco, de ser yo. Con el espíritu paternal que lo caracteriza, el buen Mau me subió a mi camioneta y me llevó a la emergencia de una clínica. Allí –tras conminarme a enfundarme en una de esas humillantes batitas espalda calata– me chequearon presión, temperatura, aire y agua. No, aceite no. Para salir de dudas, también me hicieron una tomografía cerebral y, luego de eso, me inyectaron una sustancia densa intramuscular que produjo un mágico efecto inmediato: ahora la cabeza me dolía menos que el culo.
Al promediar las siete, (promedien ustedes siete con la cifra que más les guste), me dieron de alta ya sin dolor. Salimos de la clínica con la total certeza de que yo había vuelto a la normalidad porque me cagaba de hambre. Mauricio propuso ir a un restaurante familiar en el que pudiera tomarme una buena sopa a la minuta hecha en casa, sopita de cabello de ángel, caldito de vaca para el alma. Acepté feliz y contento y para allá nos dirigimos, charlando, como ya dije, alegremente. Nada hacía sospechar la amenazante presencia de un extraño que acechaba a la vuelta de la esquina, agazapado entre las sombras de la noche. Antes de llegar al huarique en cuestión, hicimos una escala en un cajero automático para sacar efectivo, charlando, claro, alegremente, comentando las tragicómicas incidencias de un día que –hasta ese minuto– calificaba ya como recordable. Fue en ese preciso instante que parece que alguien –quien quiera que fuera– me reconoció, parece que dijo “bingo, aquí campeonamos” y, de inmediato, me empezó a pastear, a marcar, a seguir con sigilo como un zorro a su presa. Obviamente no me di cuenta, pero ahora sé que me siguió. Mauricio y yo entramos a comer a la dichosa fuente de soda o salón de té y –charlando alegremente– elegimos una mesa discreta y nos sentamos. Tomé la precaución de amarrar mi morral antirrobos en la silla con el cinturón de seguridad de avión que hace las veces de correa (y que lo hace imposible de arranchar). La encantadora fondita era un remanso de paz. De rato en rato, entraban y salían ciudadanos de bien que parecían ser de la zona: parejas de enamoraditos en ropa de entrecasa o señoras solitarias paladeando su menú económico y muy bien puestecito. En una banca cercana a la puerta, se apostó un ruidoso grupo de bacanes del barrio que –hay que reconocerlo– me distraía o, mejor dicho, me entretenía y me hacía perder el hilo de la conversación.
De repente (no se en qué momento porque no me di cuenta, pero ahora que ya es muy tarde y ya no me sirve para nada, lo sé), el misterioso chico de negro se sentó justo detrás de mí, llamó a la camarera y le hizo un pedido de comida para llevar. Cuando la chica regresó con las viandas ya empaquetadas, el mozalbete en cuestión ya se había marchado, no sin antes deslizar sus ágiles deditos hasta el cierre de mi morral, abrirme el cierre –qué sexy suena–, llevarse mi billetera y volver a cerrarme el cierre sin que ni Mauricio, ni yo, ni ninguno de los parroquianos allí presentes se percataran de que me estaban desplumando vivo. El restaurant tenía cámaras, pero como siempre ocurre con los restaurantes que tienen cámaras: justo ese día no funcionaban. En mi billetera había efectivo, claro, el efectivo que me había visto sacar del cajero, además de todos mis documentos y todas mis tarjetas. Al amigo de lo ajeno –o mejor dicho, al amigo de lo mío– se le apareció la Virgen: se sacó la Tinka. Gloria al Perú en las alturas, como a Daniel Peredo le gustaba decir. Para entonces, ya el celular de Mauricio rebalsaba de mensajes. Carla había estado whatsappeándolo con insistencia, preguntándole si estaba conmigo o si sabía qué diantres era de mi vida, que cómo era posible que yo estuviera desconectado de mi teléfono por casi ocho horas consecutivas.
–Beto ya está fuera de peligro– le respondió en el semáforo, sin más explicación y siguió manejando.
Sin el contexto necesario, la respuesta la dejó más confundida todavía porque ella no tenía idea de qué carajos había pasado ni de qué peligro estaba yo saliendo. Recién pude explicárselo mucho rato después cuando encendí mi celular por fin para constatar con alivio la suerte que tengo de contar con suficientes amigos que, cuando no me encuentran en línea durante horas, saben que algo muy extraño me ha pasado y se preocupan genuinamente por mí. Hay días así, ¿no? Días en que el universo conspira en tu contra, los astros se alinean para fregarte la paciencia y uno debe aprender a detectarlos para atrincherarse bajo las colchas y no salir ni a la esquina. Hay días en los que es mejor quedarse en casa.