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Un señor de aquellos

Mi tío Lucho era un caballero antiguo, un señor distinguido de aquellos que siempre parecen recién afeitados con brocha, espuma y loción Old Spice.

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Un señor de aquellos que siempre van de estricto traje, el cabello muy bien peinado, (cual si hubiesen dormido con una redecilla para evitar despeinarse) y zapatos Oxford siempre resplandecientes. Era una persona seria e importante porque trabajaba en el banco –algo que, de niño, siempre me pareció una actividad de la que sus hijos podían jactarse cada vez que sus compañeritos de salón les preguntasen: ¿en qué trabaja tu papá? ¿Cómo sería de importante su trabajo que en ese banco los hacían socios de un club de campo con caballos y otro de playa con tres piscinas? ¡Tres piscinas!
Aquellos clubes debían ser la cosa más exclusiva que había sobre la tierra y yo tenía la inmensa suerte de que mi tío Lucho tenía un carné de socio que le bastaba mostrar apenas para que le abrieran la tranquera y lo dejaran pasar gratis y de que, cuando había sitio en el carro, me invitara todavía. Mi tío Lucho era el único tío de la familia que manejaba un carro del año. Un Datsun azul eléctrico súper moderno que a mí me parecía el auto más sofisticado que había sobre la tierra, un auto full equipo, con aire acondicionado, con estéreo, con un toca-cassette marca Pioneer escondidísimo debajo de su asiento y un montón de parlantes triaxiales en los que siempre sonaban las canciones de Hugo Blanco, un cantautor venezolano muy popular, homónimo del conocido barbudo nacional, cuyos discos siempre habían sonado con fuerza en nuestras bulliciosas parranditas familiares.
Cuando la tarde languidece renacen las sombras/en su quietud los cafetales
vuelven a sentir/esa triste canción de amor de la vieja molienda/que en el letargo de la noche parece gemir.
Cuando cumplió los noventa años, el médico decidió por fin fijarle estrictas reglas. Le había prohibido terminantemente las grasas, los condimentos, el picante y el alcohol. Sus dos hijas solteras –que lo cuidaban, día y noche, con completa devoción– se encargaban de que las órdenes médicas se cumplieran al pie de la letra y lo mantenían saludable a punta de sopitas, pollo hervido y arroz blanco sin sal. Pero las contadas veces en que, con cualquier pretexto, pudimos burlar su vigilancia para escaparnos a almorzar, mi tío Lucho se cuidó siempre de pedir los platos más grasosos, condimentados y picantes de la carta de “Panchita”. Carapulcra chinchana con chuleta de chancho fue lo que pidió la última vez que fuimos. Con su chilcano de pisco Italia, como aperitivo. Y su botella de Malbec argentino maridando el Manchapecho. Y su par de copitas de Anís del Mono para asentar. Esas travesuras culinarias me remitían a los días de niñez en que, con el quinto de sus siete hijos, Enrique, secuestrábamos la olla del ají de gallina de la cena, (en aquel entonces, en las casas de Lima se cocinaba dos veces al día), nos encerrábamos con llave en cualquier habitación y no salíamos hasta no habernos empanzado por completo, acabando hasta con las papas sancochadas y los huevos duros que servían como guarnición. Mi tío Lucho jamás nos castigó. Él había sabido beberse la vida a grandes tragos y sabía de sobra que esta no era, pues, un caldito tibio y magro de pollo deshilachado.
Una pena de amor, una tristeza/lleva el zambo Manuel en su amargura/pasa incansable la noche/moliendo café.
Mi tío Lucho era el hermano favorito de mi mamá. “Negra” le decía, de cariño. No recuerdo que ella dejara que nadie más la llamara así. Tenían esa incomparable complicidad de mejores amigos que tanto envidiamos los hijos únicos. Se contaban todo, se protegían, trazaban estrategias conjuntas, se sostenían mutuamente cuando la casa se tambaleaba, se ayudaban en todo. A ambos les había tocado sobrellevar tiempos muy duros, pero ambos tenían en común la misma imperturbable dignidad, la misma elegante fortaleza. ¿Cómo había podido superar la enorme prueba de quedarse viudo y solo con siete niños pequeños? ¿Cuál era la verdadera razón por la que mis padres y yo habíamos terminado refugiados en su casa? ¿De qué estábamos huyendo, en realidad? ¿Cuánto lo ayudamos? ¿Cuánto le debimos? ¿Cuánto le estorbamos?
Si una flor cae de una rama, a esa rama no volverá/pero la flor de tu amor esa no se caerá.
Fue con todas esas preguntas revoloteándome en la cabeza que una tarde de marzo de 2016 acudí a visitarlo a esa vieja casa de Tintoretto en la que viví de niño y, como quien no quiere la cosa, llevé –además de unas buenas botellas de vino– una cámara de TV y un micrófono y unas luces y un camarógrafo. Quería sacarme el clavo de aquello que nunca se me ocurrió hacer cuando mi madre vivía: conversar con ella y registrarlo todo en video.
Entrevistaba a gente extraña todos los días –flor de badulaque–, pero jamás atiné a entrevistarla a ella. Si quedaba alguien en el mundo que podía contarme la historia de mi mamá, la historia de toda mi familia, mi propia historia, sin ir más lejos, ese era el tío Lucho, así que después de la segunda copa de vino le pedí permiso para encender mi cámara y él accedió con una sonrisa, ya chaposo, haciéndome un salucito. Yo no lo sabía, pero esa tarde estaba grabando el verdadero primer capítulo de “Maestra Vida”. Las tres horas que duró aquella conversación transcurrieron con la misma suave cadencia con que atardece sobre la bahía de Lima.
Pronto aprendí lo que era ternura/pronto aprendí lo que era cariño/pronto aprendí lo que era tristeza/cuando en la playa me dijo adiós./María Morena, tus lágrimas quedaron en la arena.
¿Y qué iba a pasar cuando él se fuera del todo? ¿Podrían todos seguir viviendo sin la sombra del gran árbol mayor? ¿Hubiera tenido la vida algún sentido sin hijos? ¿Es posible prescindir del todo de un hogar? ¿Cuántas veces puedes enamorarte realmente? ¿Existe alguna cosa más triste que quedarse sin mamá? Como cuando rompíamos la severa dieta ordenada por su gastroenterólogo o cuando sorteábamos la mirada inquisidora de las primas, en aquella charla también, sin darnos mucha cuenta, nos salimos del libreto varias veces. Nos salimos del cuadro en realidad y hablamos de ciertas cosas de las que casi nunca se habla, de todos esos fabulosos secretos que todas las familias atesoran y sobre los que, a veces, hasta da miedo preguntar. Un día de estos, tío Lucho, voy a encontrar esa bendita grabación y ya verás. Lo que ocurrirá será increíble. Convocaré a los pocos que aún quedamos –los que solo nos juntamos si alguien muere– para sentarnos todos en círculo, maravillados como niños, a escucharte.
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