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Para crecer, no sirve ponerse un ladrillo en la cabeza
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Hay cosas que sabemos sobre la informalidad y que, de tanto verlas u oírlas, ya ni cuestionamos: la informalidad se presenta en mayor medida en las empresas de menos de 5 trabajadores; según el INEI, el 80% está en empresas de 1 a 5 trabajadores. Es decir, 9.5 de los 12 millones de trabajadores informales, están en empresas muy pequeñas.
También sabemos que esas empresas tienen muy baja productividad y, por tanto, sus trabajadores están asociados a bajos ingresos, pobreza y altos riesgos. Al menos en este campo no hay mucho de cierto en que “lo pequeño es hermoso”. En el otro extremo están las empresas grandes, con acceso a capital físico, tecnología, elevada productividad, ingresos y estabilidad; una estabilidad que no debería requerir de una ley sino del éxito de la empresa y de la inversión que se hace en el trabajador y de la capacidad que este adquiere e incrementa su valor.
Si este es un diagnóstico casi consensuado, ¿por qué las medidas que se toman respecto a las MYPE están orientadas a “premiar” a la empresa con regímenes tributarios o laborales especiales por mantenerse pequeña y desincentivar su crecimiento, quitándole privilegios en la medida en que aumentan su inversión, productividad y ventas? ¿Por qué no ocurre lo contrario y se promueve su tránsito hacia la mediana y gran empresa con incentivos para que puedan crecer o, por otro lado, promoviendo la atracción de proyectos que requieren de inversiones importantes?
Roberto Abusada señaló en un artículo proyectos que generarían ese impulso: listos y casi empaquetados para su desarrollo y generación de empleo formal en agro, infraestructura y minería. Si no se hace, es por incapacidad de la autoridad o porque alguien gana con la pobreza de otros.
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