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Pequeñas f(r)icciones: ¡En el dolor... chotanos!
En efecto, el diálogo entre Silva y Villaverde no solo da cuenta –una vez más– de que quienes nos gobiernan llegaron para depredar las arcas del Estado, sino que, además, tienen a los nacidos en Chota como inmejorables colegas en la rapiña.
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“Son chotanos”, dijo Juan Silva a su interlocutor, el inefable Zamir Villaverde, en el corazón de una conversación gansteril recién revelada. De esta manera, el exministro apelaba a tan palaciego gentilicio para darle tranquilidad a su socio, un obsecuente Villaverde, a quien le preocupaba que –”no vaya a ser, Juancito”– alguien empiece a hablar más de lo necesario, en un gremio donde justamente lo necesario es no hablar.
–¿Leyó la transcripción del audio, señor presidente?
Castillo estaba de pie, mirando en primer plano el patio y las rejas de Palacio de Gobierno y, más allá, las palmeras que poblaban la Plaza de Armas. Apenas escuchó la pregunta, volteó y miró a quien se la había formulado, su asistente personal.
–Claro que la leí –respondió–. Aunque me quedé dormido a la mitad. Demasiadas letras.
–Sí pues. Era bastante –dijo el asistente, de pie, a un par de metros del escritorio presidencial y con una mueca de condescendencia.
–Pero leí lo necesario –dijo Castillo, alejándose de la ventana y empezando a caminar por el lugar–. Y lo que más me molesta es que deja mal a mis paisanos.
–¿A sus paisanos?
–A mis paisanos pues, a los chotanos como yo. Habla de nosotros como si todos fuéramos delincuentes.
–No, no creo todos lo sean. Pero, ¿a quiénes se refería? ¿A sus sobrinos?
–No, a mis sobrinos no.
–Ah, entonces se refería a otros delincuentes.
–¿Cómo dices?
–Quiero decir que se refería a otros chotanos.
–Eso, está hablando de otros chotanos, pero da a entender que como son de Chota se puede confiar en ellos.
Un gesto de interrogación apareció en el rostro del asistente.
–Entonces lo que usted está diciendo es que no se puede confiar en los chotanos.
–Pero qué dices.
–Perdón, es que me confundí.
–Silva dice que los chotanos son buenos cómplices, que no van decir nada de la corrupción.
En efecto, el diálogo entre Silva y Villaverde no solo da cuenta –una vez más– de que quienes nos gobiernan llegaron para depredar las arcas del Estado, sino que, además, tienen a los nacidos en Chota como inmejorables colegas en la rapiña. Para el imaginario colectivo que anida en el poder, ser chotano es, en buena cuenta, aquel ser desapegado a las leyes, poco habituado a la honradez y de un mutismo que raya en lo siciliano. No había derecho.
–Con todo respeto, señor presidente –dijo el asistente–, pero me parece que este no es el problema principal. Aquí lo importante es la coima.
Castillo volvió a acercarse a la ventana y otra vez miró a través de ella. Demoró todavía uno, dos, tres segundos en hablar.
–Me temo que tienes razón –dijo sin quitar la mirada de la Plaza de Armas. Luego, volteó, dio un par de pasos y se sentó en la silla que parecía esperarlo ahí, junto al escritorio–. Tenemos que encontrar a Silva.
El asistente lanzó un leve suspiro.
–Pienso igual que usted, señor presidente –dijo–. Pero va a ser muy difícil traerlo porque toda la prensa está detrás de él.
–Tiene que haber alguna manera de hablar con él en persona.
–Bueno, pero quizá usted pueda ir a verlo. Total, si Mahoma no va a la montaña…
–¿Silva está en la montaña?
–No, señor presidente. Pero si usted quiere podría ir a verlo esté donde esté. Eso sí, tenemos que hacer toda una operación para distraer a la prensa.
–Hay que analizar bien el tema. No podemos cometer ningún error.
–Esto no será nada fácil –agregó el asistente.
El sonido del teléfono los interrumpió. Era la secretaria de Castillo.
–Señor presidente.
–Sí, dígame.
–Aquí está Juan Silva. Dice que quiere hablar urgente con usted, ¿qué le digo?
El presidente y el asistente, incrédulos, se quedaron viéndose, casi sin moverse.
-Que pase, que pase –reaccionó el presidente.
Ahora las miradas de Castillo y su asistente se dirigieron a la puerta. Tras interminables y eternos segundos de espera, apareció el exministro. Luego, ante una señal de Castillo, el asistente se retiró, cerrando la puerta tras de sí. Una vez solos, el presidente abrió la boca para reprender a Silva, pero la volvió a cerrar apenas vio a su exministro enarcar los ojos y pegar su dedo índice a sus labios, pidiéndole silencio.
Castillo, moviendo la cabeza y agitando los brazos, pedía una explicación. Mientras tanto, Silva sacó una especie de celular de su saco. Luego dio unos pasos hasta el escritorio presidencial, puso el aparato encima y, presionando un botón, lo activó.
–Ya podemos hablar, señor presidente –dijo volteando y encontrándose con la mirada extrañada de Castillo.
–¿Qué es eso? –preguntó el presidente, señalando lo que había puesto sobre el escritorio.
–Le explico. Ese es un aparato que impide cualquier tipo de grabación o de chuponeo. Mientras esté encendido podemos hablar sin problemas.
–Vaya, ahora te preocupa que te graben.
Silva bajó la cabeza. Tenía los brazos caídos y las manos, entrelazadas, descansaban sobre su incipiente barriga.
–Lo siento mucho, señor presidente. Todo es culpa de Pacheco. Tanto me insistió en que viera a Villaverde que no pude decirle que no.
–¿Y los 100 mil grandes que te dieron?
–A esos tampoco pude decirles que no.
Castillo se puso de pie y cerró los ojos durante unos segundos. Quiso creer que, al menos por un instante, todo era una pesadilla.
–Bueno, dime Juan, ¿hay más audios? ¿En alguno de ellos me mencionas?
Los ojos de Silva se movieron por todos lados, como si estuviera probando unos lentes de contacto nuevos.
–No creo.
–¿No crees? –preguntó Castillo, apenas conteniéndose.
–Es que no lo puedo saber. Con Villaverde he conversado varias veces.
–Ya, pero acuérdate si alguna vez me mencionaron. Acuérdate –dijo exaltado–. Tienes que acordarte.
Silva trató de mantener la imagen de tranquilidad, pero lo traicionaba el temblor de sus labios.
–¿Y entonces? –insistió Castillo.
–Es posible que sí, señor presidente.
Castillo sintió una suerte de latigazo que le remeció el cuerpo. Luego puso la mano derecha sobre su nuca y, con mucho cuidado, se dejó caer sobre la silla.
–¿Sabes qué significa eso? –preguntó, por fin, con la mirada derrotada sobre el escritorio.
–Sí –balbuceó Silva–, significa que no me volverá a poner de ministro.
Una sonrisa extraña, perturbadora asomó en el rostro de Castillo.
–Creo que no entiendes la gravedad de todo esto –dijo y sus facciones volvieron a endurecerse–. Vamos a terminar todos en…
De pronto, dejó de hablar. Miró con detalle el aparato que seguía sobre el escritorio. Alargó su cabeza y observó la intermitencia de una luz roja que no había advertido antes. Luego vio una pequeña pantalla donde el tiempo avanzaba de segundo a segundo y aparecía, en letras opacas: “transmitiendo”.
–Juan –preguntó Castillo, con la garganta repentinamente seca–. ¿quién te dio este aparato?
–Villaverde, ¿por qué, ah?
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