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Pequeñas f(r)icciones: “Antauro, el etnocacerismo y el indulto imposible”

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Como todas las tardes, desde la celda 109, en el penal de Ancón I, Antauro Humala se abandona a la reflexión de la realidad nacional. La gravedad de su rostro y la impaciencia del ceño nunca faltan a la cita, en la que también aparece, una y otra vez, la misma conclusión. Todos los grandes problemas del país habrían sido resueltos o, por lo menos, ya estarían rumbo a una solución definitiva si alguno de los últimos gobernantes –incluido el actual– hubieran tomado la decisión de indultarlo y dejarlo postular a la presidencia.
Así está, imbuido en sus delirios, cuando unos golpes a la puerta de la celda lo hacen reaccionar. Entonces ve cómo la puerta se abre y se encuentra con la figura de tres hombres. Termina de despabilarse por completo cuando comprueba, tras frotarse innumerables veces los ojos, que uno de ellos es el presidente Pedro Castillo.
-Señor presidente -dice Humala-. No puede ser. Finalmente, lo mandaron a prisión.
Castillo abre los ojos y una mueca de desagrado aparece en su rostro.
-Eso sí, me va a disculpar, pero tendrá que buscarse otra celda. Yo estoy bastante cómodo aquí.
-Nada de eso -responde Castillo-. A mí nadie me ha mandado a prisión. He venido por cuenta propia.
-Excelente -dice Humala-. Siempre es mejor entregarse solo a la justicia.
-No me entiendes, Antauro. Yo he venido solo como visita. La verdad es que he venido a hablar contigo.
Humala se pone de pie.
-Por favor, señor presidente, pase y siéntase como en su casa.
Uno de los hombres que escolta a Castillo se acerca a Humala.
-El presidente no va a entrar a ninguna celda -dice-. Al menos todavía.
En seguida el otro acompañante de Castillo, con un movimiento de mano, invita a Humala a dejar la celda. Luego, como si formaran parte de una comitiva oficial, los cuatro caminan juntos hasta un local especialmente acondicionado para el encuentro. Al llegar, los hombres de seguridad se quedan afuera, en la puerta del lugar.
-Mira, Antauro -dice el presidente-, te voy a decir las cosas de manera directa, como te gusta a ti.
-Lo escucho, señor presidente.
-La Comisión de Gracias Presidenciales ha dictaminado que no corresponde el indulto para ti. Lo siento, mucho.
-Esa no es ninguna novedad. Yo ya sé que, como uno de mis delitos es el secuestro, no me pueden dar el indulto.
Castillo alza los hombros.
-No entiendo. Si ya sabías eso, ¿por qué insistes en que te indulten?
Humala da un respiro profundo y cierra los puños, como para contenerse.
-Yo sé lo que dice la ley, pero a quién le interesa la ley.
-A mí.
-¿A usted? Ya pues, señor presidente, no me haga reír, a usted le interesa la ley tanto como a mí las clases de ballet.
-Pero, Antauro, la democracia no funciona sin leyes.
-¿Así que ahora le importa la democracia? ¿Ustedes no dijeron que era una pelotudez?
-Te lo vuelvo a repetir. Legalmente no puedo indultarte.
-Me importa muy poco la ley. Ustedes me prometieron que me iban a indultar y por eso hice que mis reservistas votaran por Perú Libre.
-¿Y a ti te consta que votaron así?
-Claro, todos me trajeron su cédula para ver sus votos. Sin duda, marcaron por ustedes.
El presidente Castillo se queda en silencio unos segundos. Luego, reacciona, como si de golpe hubiera reparado en algo.
-¿Dijiste “ustedes”?
-Ustedes, pues. Usted y Cerrón.
-Pero todos saben que ya no somos un equipo. Esas cosas pasan. Como por ejemplo lo que pasó contigo y con Ollanta. En un momento fueron los inseparables hermanos Ollanta y Antauro.
Humala lanza una mirada derrotada al suelo.
-No me mencione a ese cobarde. Imagínese, siendo presidente y siendo mi hermano no me indultó. Eso no tiene perdón.
-Pero ustedes son hermanos.
-Sí, como Caín y Abel.
-¿Tanto así?
-¿Usted sabe, señor presidente, por qué, en el 2000, Ollanta y yo nos levantamos en Locumba?
-¿Porque ahí se habían acostado?
-No, bueno, sí, pero no me refería a eso.
-¿Entonces a qué?
-A que toda la idea de Locumba fue de Humala, y la del Andahuaylazo también.
-Bueno, uno no elige a la familia.
-Pero usted sí eligió involucrar a sus sobrinos.
-No mezcles papas con camotes.
-¿Quiénes son las papas?
-Nos estamos desviando del tema.
-Tiene razón -dice Humala-. El tema es mi indulto. Y, le repito, fue una promesa suya y de Cerrón.
-Espera, espera -dice el presidente- ¿Acaso no sabes que Cerrón ya no tiene ninguna influencia en el gobierno?
-Por favor, señor presidente. Con todo respeto, usted puede engañar a la gente, a los políticos, pero no a mí. Yo sé que Cerrón tiene voz de mando en el gobierno. Así que yo necesito que me dé una fecha. Dígame, ¿cuándo me va a indultar?
El presidente mueve la cabeza a los lados. Mira al techo, buscando un imposible: una respuesta que calme a Humala.
-A ver, Antauro. Los dos somos personas razonables.
-¿Usted es una persona razonable?
-Bueno, ya, entonces tú eres una persona razonable.
-¿Yo? ¿Ya se olvidó que, si llego al poder, voy a fusilar a los corruptos y a los homosexuales, y también a los que nieguen ser corruptos y homosexuales?
-Por favor, Antauro. Estoy tratando de explicarte las cosas.
-No. Lo que usted está tratando es de incumplir una promesa y eso ni yo ni mis reservistas se lo vamos a permitir, ni a usted ni a Cerrón.
El presidente se rasca la cabeza.
-Contigo no se puede, Antauro. Yo vine por consideración y tú terminas amenazándome.
-No es amenaza, es un anuncio. Si no me indulta, ¿sabe lo que pasará?
-¿No saldrás de la cárcel?
-No, bueno sí, pero a eso no me refiero.
-¿Entonces a qué te refieres?
Una luz de desdén apareció en el rostro de Humala.
-Si antes que salga del gobierno no me indulta, entonces va a saber a qué me refiero.
Minutos después, el presidente y su seguridad ya se encuentran fuera del penal. En la celda 109, Ollanta Humala Tasso se recuesta, cierra los ojos y se diluye en un mar de onirismo. Pronto, sueña que es indultado y luego de que, tras una histórica contienda electoral, gana las elecciones presidenciales. “Por fin, el etnocacerismo llegó al poder”, se dice y luego, con total sinceridad, agrega, “sea lo que sea que eso signifique”.
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