¿Qué pasó con Vladimir Cerrón, Dina Boluarte y el ‘cofre’ presidencial entre la quincena de enero y fines de febrero de este año al sur de Lima? ¿Cuál es la verdad entre tantas versiones —oficiales, oficiosas y ociosas— que se cruzan, se superponen y, en ocasiones, hasta se contradicen? ¿Es cierto que el ‘cofre’ trasladó, por lo menos, a una joyita, sino a dos?
Esta pequeña historia empezó antes: el último día de diciembre de 2023. Aunque un poco incómodo —el casco conseguido a último momento le presionaba las sienes—, Cerrón, que iba en la parte trasera de la moto, no se quejó en ningún momento durante el viaje. Pronto se impuso olvidar esa molestia menor y, en cambio, prefirió concentrarse en el ventajoso cambio de residencia que estaba a punto de concretar: de un modesto escondite en Chincha a una amplia casa de playa en Asia. Y, encima, justo, justísimo a tiempo para celebrar el Año Nuevo.
—Bienvenido al condominio Mikonos —le dijo el conductor, luego de detenerse frente a la residencia.
En el interior, Cerrón recorrió la sala, la cocina y el jardín. Al ver la piscina, sonrió, pero se alegró todavía más al ver que, algunos metros más allá, tenía el acceso libre a la playa. Esa misma noche, cuidado por los demás integrantes de su seguridad, el líder de Perú Posible recibió el 2024 macerado en aguas espirituosas y mirando, hasta donde el peso de los párpados le permitieron, el inmenso azul oscuro del mar. El paraíso, sin embargo, le duró dos semanas exactas.
La noche del 16 de enero, Cerrón salió al jardín a mirar las estrellas. Entonces no lo sabía, pero contra todo pronóstico y en un hecho sin precedentes en su caso: la Policía estaba haciendo su labor. Varios agentes ya se encontraban llegando a las afueras del condominio. De pronto, una oportuna llamada lo alertó. “Carajo, ya no se puede confiar en nadie. Ah, pero Dina me va a escuchar”, dijo en voz alta. Luego, mientras se abría la puerta del condominio para el ingreso de la Policía, Cerrón y su gente lograron escabullirse y partir de retorno a Chincha.
Al día siguiente, Cerrón llamó al celular de Boluarte. Tras varias timbradas, Cerrón pudo escuchar, por fin, la voz afectada de la presidenta. Sin miramientos ni reparo alguno, le reclamó por lo que había pasado en Asia. ¿Qué cosa se había creído? ¿Acaso no se acordaba que ella había llegado a ser presidenta porque él la puso en la plancha presidencial? ¿O, mucho peor, ya se había olvidado de todas las cosas que le sabía de la época de Los Dinámicos del Centro?
En principio no hubo una respuesta rápida. Tras un largo intervalo —incluso Cerrón pensó que se trataba de una falla en la conexión—, Boluarte buscó aterciopelar la voz lo más que pudo. Entonces, se disculpó de todas las formas que se le ocurrió. Hasta parecía sincera. A su turno, Cerrón no acusó recibo de todas las palomas de la paz que la presidenta le mandó. “Si quieres que vuelva a tenerte confianza tenemos que reunirnos, cara a cara, y lo antes posible”, aseveró.
“Lo antes posible”, pese al tono amenazante de Cerrón, resultó siendo casi mes y medio después. Valgan verdades, no fue fácil para el entorno más cercano de la presidenta encontrar la manera de concretar la reunión. Alguien barajó la posibilidad de llevar a Cerrón a escondidas a Palacio de Gobierno, pero fue el mismo prófugo que lo descartó por completo. “Estoy harto de esconderme como si fuera un delincuente”, dijo, con involuntaria ironía, el delincuente.
En la mañana del sábado 24 de febrero, una fecha sin compromisos agendados, Boluarte salió de Palacio de Gobierno rumbo a Chilca. Ahí se dirigió a una casa apartada y medio escondida en el camino, en donde debía estar esperándola Cerrón. Y, mientras la presidenta llegó al punto de encuentro en la comodidad de su vehículo oficial —conocido, quizá ya demasiado, como el ‘cofre’—, Cerrón volvió a presionarse las sienes con el casco para subirse a la moto. El sol estaba en todo lo alto —mediodía en punto— cuando, finalmente, ambos personajes se encontraron y se saludaron, más bien, con cierta frialdad.
—Dina —dijo Cerrón, tratando de ser diplomático—, te agradezco el esfuerzo que has hecho para venir.
—Olvídalo, Vladimir. Más bien ya que estamos aquí como querías, hablemos.
Ambos se encontraban sentados en sendos sillones, separados solo por una reducida mesa de centro. Pese a que una ventana estaba semiabierta, un ligero olor a aire añejo se paseaba por toda la casa. La presidenta arrugó la nariz.
—Está bien —respondió Cerrón—. Necesito volver a confiar en usted.
—¿Y no confía en mí ahora? Si yo quisiera ahora mismo les pido a los de mi seguridad que te detengan.
—No es que yo esté solo tampoco. También tengo mi gente.
—Me parece bien que te cuides de los demás, pero no tienes que cuidarte de mí.
—Le repito. Necesito volver a confiar en usted.
—Mira, Vladimir, he venido a verte para que estés tranquilo. ¿Qué más pruebas quieres?
Una sonrisa brotó en el rostro de Cerrón.
—Vamos, Dina. No solo has venido por mi tranquilidad, sino también por la tuya. Ambos sabemos que hay cosas que es mejor que no se sepan.
Boluarte asintió, mientras apretaba el puño con decisión.
—No creo que me hayas pedido que venga para amenazarme.
—Claro que no. Aquí no hay amenazas, Dina. Pero es bueno recordarte que a nadie le conviene que me capturen.
—Lo sé, Vladimir. Todavía no sé si ha sido cosa del ministro o de alguien de la Policía. En cualquier caso, ya no confío en él. Ya le dije a Gustavo que me vaya buscando un reemplazo.
La cabeza de Cerrón subió y bajó un par de veces.
—De acuerdo, Dina. Yo entiendo que siempre debo cuidarme porque no falta el policía que se quiere hacer famoso conmigo. De eso no te voy a responsabilizar. Pero un operativo como el de Asia es otra cosa.
—Tú tranquilo, Vladimir. Eso no va a volver a pasar.
Terminada la reunión, antes de despedirse, Cerrón sorprendió a la presidenta.
—Te pido un favor.
—Dime.
—Tengo que hacer unas diligencias y voy a pasar por algunos lugares complicados. Voy a necesitar el vehículo presidencial.
—¿Qué dices?
—Que me lo prestes solo por un día. Obvio con chofer y todo. Después de todo, me lo merezco, ¿no?
—¿Y cómo pretendes que me regrese?
—Vamos, Dina. Todos saben que siempre te acompaña una camioneta de apoyo. No creo que te pase nada si te vas ahí a Lima.
Boluarte se pasó la mano por el rostro y respiró profundo, todo en un mismo movimiento antes de responder, con cierto tono de lamento y quizá ya sospechando que algo podría salir mal, el par de palabras de las que después se arrepentiría: “Ya pues”.