Todo comenzó como si fuera una de esas clásicas películas de espías. Salí temprano a comprar el pan, pero antes, como siempre, caminé un par de cuadras hasta el puesto de periódicos de la esquina. Ni bien llegué, me detuve unos minutos para contemplar el mural multicolor de portadas. Luego, me acerqué al dueño del quiosco. Apenas me vio, me saludó y, junto con el diario que llevo todas las mañanas, me deslizó un pequeño sobre de manila, uno de esos donde se suele poner dinero. “Una señorita me pidió que le entregara esto”, me dijo. Enseguida lo abrí, y algo decepcionado, comprobé que no había billete alguno. En cambio, pude notar que contenía un papel. No lo puedo negar. Sentí un ligero temblor al leerlo: “10 de la mañana. Hotel Westin. Información valiosa”. ¿De qué información valiosa estaría hablando? ¿Por qué me elegiría a mí? ¿Quién sería esa misteriosa mujer? Vi la hora en mi celular. Eran las 8 de la mañana. Mi primer impulso fue acudir a la cita. Sin embargo, la verdad es que, en estas épocas de inseguridad, sería de alto riesgo y bastante insensato ir al encuentro de una persona desconocida. “Es una mujer bellísima”, me aclaró el quiosquero. Entonces, otra pregunta trascendental surgió en mi mente: ¿estará limpio mi blazer marrón?
Llegué quince minutos antes de la hora indicada. El blazer nunca apareció, pero fui lo mejor presentable posible. Por cierto, era la primera vez que visitaba ese hotel que, por lo demás, es muy fácil de encontrar. En medio de la chatura panorámica de Lima -y del Perú-, un edificio con una fachada de 30 pisos de vidrios templados no pasa inadvertido. Decía que llegué, atravesé las puertas del Westin y me dirigí hacia donde había un grupo de muebles que formaban algo así como una sala de espera. Me senté en un sillón y agaché mi cabeza para revisar mi celular. Entonces, de súbito, escuché mi nombre. Alcé el rostro y ahí estaba ella. Era, en efecto, una mujer atractiva. Enseguida, sin esperar siquiera alguna respuesta de mi parte, se sentó a mi lado.
Era el momento indicado para acribillarla de preguntas. Sin embargo, por algunos segundos, mis labios no me obedecieron y se quedaron quietos, inmóviles. “Hola”, me dijo, “puedes llamarme Pierina, aunque como te imaginarás no es mi nombre verdadero”. Luego, inesperadamente, me preguntó si la quería acompañar a tomar desayuno. Y, acto seguido, al ver la incertidumbre en mi rostro, añadió: “Yo invito”. Al entrar al comedor, Pierina dio su número de habitación y pidió que carguen todo a su cuenta. “¿Estás hospedada aquí?, le pregunté y, luego, reaccionando, añadí, “¿O sea que te has registrado con un nombre falso?”. “Tampoco es tan difícil”, me respondió con absoluta tranquilidad.
Nos sentamos. Era un delicioso buffet asistido y, mientras disfrutaba de toda clase de jugos, bebidas calientes, panes, quesos, jamones y un largo etcétera -es probable que no me vuelvan a dejar entrar-, pude por fin preguntarle, al menos, lo básico. ¿De qué información valiosa se trata? Tras permanecer un momento enmudecida, miró al vuelo a los alrededores y se inclinó hacia mí. Fue un momento tenso. Pensé que iba a llevarse uno de mis panes con chicharrón. “Tengo información que puede traer abajo al gobierno”, me susurró. “Todos los días aparece información que puede traer abajo el gobierno,” le respondí. Ella me miró, como miraría un recién egresado a un cachimbo. “Te voy a contar todo, pero antes tienes que prometerme que te encargarás de que sea publicado”, me contestó. “Claro”, le respondí, sin pensar. “Muy bien. Vamos a mi habitación”, me pidió, aunque más me sonó a una orden. Y a veces no es malo ser obediente.
Con la adrenalina a tope, pero no sin cierto nerviosismo, dejé mi DNI en la recepción. Subimos al ascensor y Pierina sacó una tarjeta que nos permitió acceder al piso 20. Llegamos a la puerta de la habitación y ella utilizó la misma tarjeta para abrir la puerta y hasta para activar la electricidad. Apenas entré, mis pulmones se llenaron de un olor muy parecido al de la ropa limpia. Entonces, caminé hasta toparme con una ventana que, como una pared, cubría desde el piso hasta el techo. No pude contener un suspiro ante el sobrecogedor paisaje que tenía frente a mí: la ciudad parecía una gran maqueta con pequeños bólidos yendo y viniendo, junto con cientos de hormigas disfrazadas de personas. Luego, miré hacia abajo, hacia el suelo de la calle y, sin darme cuenta, retrocedí un par de pasos. “Dicen que el miedo a las alturas no existe”, me dijo, “lo que existe es el miedo a la tentación de lanzarse”. ¿Acaso me estaba amenazando o es que ya estaba siendo demasiado paranoico? Lo cierto es que su comentario me trajo a Tierra y me recordó a qué habíamos ido.
Me senté en la silla que está frente a un pequeño escritorio. Ella, por su parte, se acomodó en el borde de la cama. “Bueno”, le dije, “ ya estamos aquí. Creo que ya es hora de que me digas exactamente de qué se trata todo esto”. Pierina se puso de pie, se dirigió hacia una maleta que reposaba en un rincón y, del bolsillo lateral, extrajo un USB. Acto seguido, caminó hacia mí y me lo entregó. Después, volvió a sentarse en la cama y me miró fijo: “¿Recuerdas el celular de la presidenta que tiene la Fiscalía? Sé que alguna información ya se ha filtrado, pero ahí tienes todo. Hasta lo que no quisieras tener”. De pronto, empecé a dudar. “Hay algo que no entiendo. Por lo general, cuando un informante pasa algún dato lo hace de la manera más oculta posible. Lo hace en algún café poco frecuentado, en alguna banca de un parque, y trata de que se le vea lo menos posible. Pero tú me has citado aquí, donde debe haber cámaras, me has llevado al comedor, hasta he registrado mi nombre como un visitante tuyo”, le solté. Ella sonrió. “Me parece que has visto muchas películas”, me dijo, “mira, traerte aquí es mi seguro. Si llegara el caso, no vas a poder negar nada. Pero eso no es lo importante. Lo importante es que te comprometas a publicar lo que te he dado”.
Salí del hotel con un revoltijo de ideas y pensamientos en mi cabeza. El gobierno es impresentable, pero, ¿es conveniente derrocarlo a falta de poco más de un año de las elecciones? ¿A quiénes les estaría haciendo el juego? ¿A quienes no? En cualquier caso, ¿no es obligación sacar la información sin importar las consecuencias? ¿A eso se refería Pierina con aquello de la atracción a la caída? Entonces, un pensamiento mayor se impuso a los otros y, de súbito, sentí un alivio generalizado al recordar, por fin, lo que había ocurrido: “había mandado el blazer a la lavandería”.
El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!