Una vez, en alguna aula universitaria, Claudia me preguntó, sin que venga a cuento, si creía en el destino. Yo giré la cabeza para encontrar su mirada —cualquier excusa era buena— y le dije, supongo que para hacerme el interesante, o el tonto, que muchas veces es lo mismo: “A mí lo que verdaderamente me interesa es que el destino crea en mí”. Ella sonrió, con hoyuelos y todo, o sea que logré el efecto deseado. Sin embargo, quien parece que se lo tomó a mal fue el propio destino. Supongo que no le gustó que lo incluyera en una frase pomposa que, por lo demás, ni yo mismo entendía. Lo cierto es que se las arregló —bueno, quizá yo colaboré, pero esa es otra historia—, para que, desde entonces, el camino de Claudia y el mío no hicieran otra cosa que separarse. Sin embargo, varios años después, recibí un correo inesperado. No del destino, pero casi. Era Claudia. Me saludó afectuosamente, me contó que se había ido a vivir al extranjero, que sabía cosas de mí por gente de la universidad y, como quien no quiere la cosa, me soltó: “Tú que eres periodista te debe interesar esto: Toledo es mi vecino”.
Apenas una semana después, para mayor exactitud, las tres de la tarde del 28 de junio de 2018, ya me encontraba, entre ilusionado y perdido, en la estación de buses de la ciudad de San Carlos, en California. Acababa de llegar y mi celular indicaba que había arribado 15 minutos antes de lo que había quedado con Claudia. Mientras esperaba, pude notar que todo lucía tan limpio e impecable —la calle, los letreros, las edificaciones— que más parecía una ciudad construida en uno de esos enormes sets de Hollywood. Podía entender la elección de Toledo. A fin de cuentas, para él todo siempre había sido una suerte de vida falsa, artificial.
De repente, a las tres y treinta, Claudia apareció. Le di un tímido beso en la mejilla, pero, en compensación, siguió un largo y prometedor abrazo. Apenas supo que no había almorzado me ordenó que, antes que nada, debíamos ir a comer. Así que subí mi par de maletas a su pequeño Ford y enrumbamos al “Emelina’s”. “Es un restaurante peruano bastante conocido en la ciudad”, me dijo.
Sentados en una de las primeras mesas del local, y ya pasados los primeros nervios del reencuentro, volvimos a conversar con ese tono cercano, íntimo y distendido que siempre habíamos tenido. Para mayor fortuna, comimos delicioso. Y aunque ya estábamos satisfechos era hora de averiguar si la repostería también daba la talla. Después de todo, ¿quién nos lo iba a impedir?
—Toledo —dijo Claudia.
—¿Qué dices? —le pregunté, frunciendo el ceño y achicando mis ojos.
—Toledo —me repitió y me hizo una seña moviendo la cabeza hacia un lado del local—. Acaba de entrar con su esposa y se ha sentado en la mesa del rincón.
Volteé a verlo, pero ya estaba atrás de mí y, aunque traté de voltear, me fue imposible verlo.
—Deberías aprovechar y abordarlo —me dijo Claudia.
—No sé si es el momento. Estamos en un lugar público. ¿O tú lo conoces tanto que normal nomás?
En ese instante, Claudia me miró como si le hubiera hablado en un idioma desconocido.
—Yo no lo conozco.
—¿Ah, no?. Yo pensé que como era tu vecino…
—O sea, mi vecino mi vecino no es.
—Pero tú me dijiste que…
—O sea, lo que quise decir es que vive aquí, en la ciudad.
Debí haberla mirado con alguna carga de amonestación porque bajó la cabeza y activó ese puchero que solo aparecía cuando, con razón o sin ella, la culpa le invadía.
—Espero que esto no te complique el trabajo.
—No, Claudia. No pasa nada.
—O sea, después de todo, si te mandaron aquí es para que, por lo menos, le tomes alguna foto, le saques alguna declaración.
Y, bueno, lo cierto es que el que me mandó de viaje fui yo mismo y lo hice —la verdad sea dicha— pensando más en la chica que quería reconquistar que en el error estadístico de Cabana. Sin embargo, un video de Toledo disfrutando de la vida en California, mientras en el Perú la justicia había ordenado su prisión preventiva, no me vendría nada mal.
—Espérame aquí —le dije y saqué mi celular.
—Ten cuidado, acaba de sentarse con ellos un hombre enorme. De hecho que es su seguridad.
Me levanté, giré y, con el celular en ristre y grabando video, empecé a caminar. Solo tuve que andar unos cuantos pasos para empezar a registrar la presencia de Toledo. Y aunque el encuadre no era el mejor y mi pulso tampoco ayudaba mucho, cumplía con creces el objetivo. Por suerte, logré acercarme bastante sin que ni Toledo ni ninguno de sus acompañantes —su seguridad estaba de espaldas— notara mi presencia. Cuando, por fin, comprendieron lo que estaba haciendo era ya demasiado tarde.
—Señor Toledo —le dije—. ¿Cuándo piensa ponerse a derecho?
El expresidente que simbolizó alguna vez —vaya triste ironía— la lucha contra la corrupción, miró directo al lente del celular y luego a mí.
—Apágame esa vaina.
—Pero señor Toledo, ¿qué tiene que decirle a los que alguna vez creyeron en usted?
—Te estoy diciendo que me apagues esa vaina, carajo.
—¿Por qué recibió dinero de Odebrecht? ¿Por qué creó Ecoteva? ¿No se arrepiente de nada?
Toledo ya no me respondió. Quien sí lo hizo fue su esforzado y bien nutrido hombre de seguridad. Y en lugar de tomar la palabra, prefirió tomar, luego de una breve, pero desigual disputa, mi celular. El asunto, sin embargo, no quedó ahí. La esposa de Toledo, la muy querible señora Karp, me mostró, sin que se lo pidiera, su muy completo y diverso repertorio de procacidades. En tanto, Toledo cambió su silencio por un estallido de gritos, todos ellos destinados, directo y sin escalas, a mí. El resultado final: me devolvieron el celular, pero sin la memoria. Así que esa noche salí del restaurante sin video, sin postre, pero —la vida y sus compensaciones— de la mano de Claudia.
En cuanto al viaje, desde luego, no fue en vano. Terminé quedándome una semana entera en la casa de Claudia y si no me quedé más fue por culpa mía, y suya también. Desde entonces, nos hemos encontrado dos veces más. Una en Nueva York —esto también es otra historia— y la otra en Lima, la tarde que me contó, feliz, que esperaba un hijo. Respecto al cholo sano y sagrado, solo unos meses después vi, con una mezcla extraña de satisfacción y melancolía, cómo se viralizó un video donde este llenaba de insultos a un ciudadano que —como yo— había osado grabarlo y preguntarle sobre su situación judicial. Y todo en el mismo restaurante, y quizá hasta en la misma mesa, pero, sin duda y para su fortuna, sin ningún miembro de su seguridad a la vista. Cosas del destino, creo.
*El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!