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Pequeñas f(r)icciones: ¿A cuánto la firma?

"En buena cuenta, ¿tener un partido es para la mayoría de políticos —¿o para todos?— solo una inversión, un negocio, un emprendimiento más? Digamos que, lamentablemente, ya intuímos la respuesta".

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Columna de Yuri Rodríguez.
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Digamos que su nombre es Roberto y su apellido es Campos. Digamos que está casado, tiene un hijo adolescente y ya está por llegar a las cinco décadas. Digamos también que acabó la carrera de Derecho en una de esas universidades nuevas, de esas que vieron la luz gracias al debilitamiento de la Sunedu. Digamos, además, que diversas decisiones, entre buenas, regulares y malas —después de todo qué es la vida sino eso— lo apartaron de la profesión y lo llevaron a un punto muerto. Fue entonces cuando, agobiado por la realidad y empujado por algunas amistades, no siempre las mejores, Roberto Campos aceptó el encargo de una verdadera aventura: inscribirse al partido político “Perú Unido y Sincero” (PUS).

Digamos que su nombre es Antonio y su apellido es Valencia. Digamos que está divorciado, tiene dos hijos menores y acaba de cumplir la edad de Cristo. Digamos que nunca se puso como meta una carrera universitaria y que pasó gran parte de su vida abriendo y cerrando emprendimientos, ninguno ilegal, eso sí, aunque un par de ellos casi, casi. Digamos, asimismo, que en uno de esos meandros de la vida, conoció a un amigo que a su vez le presentó a un hombre que “tenía una idea millonaria, en relación con la inscripción de partidos”. Antonio Valencia no sabía de política, pero supo entender —casi como una revelación— que el negocio que se le presentaba era más que rentable y, sin pensarlo dos veces, ni tres, se zambulló por completo en él.

Digamos, para llegar de una vez al meollo del asunto, que sus caminos vitales se encontraron —se citaron— una tarde de agosto de 2024, en un viejo y conocido restaurante- bar del centro de Lima. El primero en llegar fue Roberto. Y lo hizo a la hora indicada. No tuvo problemas en ubicar el local, aunque hacía mucho tiempo que no iba a esa parte de la ciudad. Apenas ingresó vio las paredes a medio limpiar, el suelo alfombrado con mayólicas rajadas y adivinó las termitas que seguro estarían viviendo a cuerpo de rey en las pequeñas mesas que llenaban el lugar. Diez minutos después, ingresó Antonio. Roberto lo vio desde la mesa del fondo. Lo reconoció por la foto del WhatsApp. Digamos que los dos se encontraron, por fin, uno frente al otro.

—Buenas noches, Antonio —dijo Roberto.

—Buenas, maestro —vociferó Antonio—. Pero, ¿qué es eso de Antonio? Dime Toño, nomás, como todo el mundo.

El sonido de un vaso reventándose contra el suelo hizo que Roberto girara la cabeza hacia una de las mesas. Entonces aprovechó y, como si fuera un periscopio sondeando el ambiente, auscultó el rostro, los ademanes. Parecía querer leer el alma de todos los presentes. Luego, dio una mirada a la entrada del local. En ese momento, ingresó una pareja tomada de las manos.

—¿No le parece raro que esos dos entren aquí? Este no es lugar para parejas.

—Todo depende de qué tipo de parejas estamos hablando. A mi firme no la voy a traer aquí, pero si es una amiguita, ¿por qué no? Además, aquí nadie se fija en nadie.

—Por eso me citó aquí.

—Por eso y porque el combo de café con butifarras es buenazo. Anda, pídete uno.

Roberto negó con la cabeza. Y, casi sin querer, volvió a barrer el lugar con la mirada.

—Si no quieres pedir el combo, allá tú. Yo sí me voy a pedir uno. Vas a ver que terminarás pidiéndote uno también. ¿Seguro que no quieres?

—No, ya le dije que no. Más bien, le pido un favor. No me lo tome a mal, pero tengo varias cosas que hacer. Si pudiéramos hablar del tema de una vez, se lo agradecería mucho.

Antonio hizo un gesto de fastidio que no quiso disimular. Luego, llamó al mozo y le pidió un combo. El mozo le preguntó a Roberto si iba a ordenar algo, pero este negó con la cabeza.

—Me parece o no está muy cómodo aquí —aseveró Antonio.

—Yo estoy bien. Ahora, le pido que vayamos a lo nuestro. Explíqueme cómo funciona esto.

—El asunto es papayita —dijo con voz grave y fuerte—. Ustedes lo único que tienen que hacer es decirme cuántas firmas necesitan y listo. Así de sencillo.

—¿Le molestaría hablar un poco más bajo?

—¿Más bajo? —se extrañó Antonio— Me parece o usted es medio paranoico.

—No, solo no quiero que nos escuchen. Después de todo, este es un asunto delicado. Al menos lo es para mí.

—¿Primera vez que compra firmas?

Roberto volvió a hacer un paneo con sus ojos.

—Por supuesto que es la primera vez. Y si lo estoy haciendo es porque el tiempo no nos va a alcanzar. No es porque la gente no quiera firmar nuestros planillones.

—Francamente, no me interesan los motivos —dijo Antonio—. ¿Va a querer o no las firmas?

—Pero, antes, explíqueme más. ¿Cómo consiguen las firmas? ¿Cómo saben si las firmas no son de gente que ya pertenece a otro partido?

De pronto, el mozo llegó con el café y la butifarra. Antes de retirarse, volvió a preguntarle a Roberto —otra vez en vano— si “se le ofrecía algo al señor”. Antonio cogió el sánguche con brusquedad y le dio un buen mordisco. Masticó unos segundos con la boca semiabierta y bebió un sorbo de su taza.

—A ver, maestro. Yo tengo tiempo haciendo esto y lo único que te tiene que importar es si las firmas son buenas. Y eso te lo aseguro mirándote a la cara. Las firmas son buenas.

—¿Cuánto es el costo? —preguntó Roberto, tras un largo rato.

—6 soles la ficha.

—¿6 soles la ficha o la firma?

—Da lo mismo. De cada ficha sacamos los datos para una firma.

—¿Y hasta cuántas fichas puedes conseguir?

—Depende del dinero que quieran gastar.

—Perdona la curiosidad, pero, ¿a cuántos partidos les has vendido firmas falsificadas?

Antonio alzó el rostro, movió los ojos de un lado a otro y lanzó un sonido gutural.

—Mmm, más de 20. No me acuerdo bien, pero tranquilamente pueden ser hasta 30.

—Pero esto es el colmo. ¿Y nadie se da cuenta de esto? ¿O hay funcionarios involucrados en esto?

Antes de responder, Antonio dio un enorme mordisco a la butifarra.

—Eso no te interesa —dijo, sin dejar de masticar—. Así que dime de una vez, ¿vas a querer o no?

—Claro, claro. Si todos lo hacen, ¿por qué nosotros no?

Digamos que el trato se concretó. Antonio le hizo llegar miles de firmas falsificadas al partido de Roberto y, gracias a ellas, el PUS logró su ansiada —y costosa— inscripción. ¿Por qué actuar de forma fraudulenta y gastar tanto dinero para lograr que un partido quede registrado y apto para la contienda electoral? ¿No es lógico pensar que, si ya actúan de forma irregular antes de ser una organización política, será mucho peor si llegan al poder?

En buena cuenta, ¿tener un partido es para la mayoría de políticos —¿o para todos?— solo una inversión, un negocio, un emprendimiento más? Digamos que, lamentablemente, ya intuímos la respuesta.

El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!

 

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