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Pequeñas f(r)icciones: Desde Rusia sin amor
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Por motivos personales, más bien pasionales, me encontraba en Madrid, en España. Había llegado a la ciudad para visitar a una amiga de la universidad (esto aquí no viene a cuento, pero en realidad me había ido para ver qué podría pasar con ella). Esa primera noche estaba alistándome para salir de tapas con Micaela, cuando mi celular empezó a vibrar.
Pocas horas después, ya estaba volando, en misión periodística, hacia Moscú. En el vuelo, aproveché para actualizarme y, sobre todo, para revisar la información: un grupo de congresistas había sucumbido al discreto encanto de una invitación a un evento en Rusia, con todos los gastos pagados (ahí su encanto). Los parlamentarios en cuestión, sin embargo, no habían considerado —o no quisieron considerar— que aceptar el viaje —en pleno conflicto entre Rusia y Ucrania— era mostrarse a favor de la invasión rusa. Era —y es—, en buena cuenta, avalar el ataque de Rusia al pueblo ucraniano.
Llegué casi amaneciendo, cuatro horas y media después de haber salido de Madrid. Me tomó casi una hora poder salir del aeropuerto y casi otra hora más le tomó al taxista llevarme hasta el centro de la ciudad. Una vez instalado en el hotel, empecé a hacer mis averiguaciones sobre dónde se iba a desarrollar el evento —que duraba tres días y empezaba al día siguiente— y dónde podría encontrar a los congresistas.
Más tarde, aconsejado por el portero del edificio —hay que conseguir un celular con Internet porque sin el traductor de Google estás perdido— fui a conocer el metro de Moscú. Me quedé embelesado porque, por momentos, más que un neurálgico centro de transportes, parece un verdadero museo. Ajena a las idas y venidas de los vagones, y al bullicio de los pasajeros, se eleva la belleza de sus columnas, de las estatuas, de los impresionantes frescos y las grandes lámparas de techo. Entonces, de golpe, y en gran contraste, vi a dos de los congresistas viajeros. Estaban, como yo, admirando las instalaciones del metro. Caminé detrás de ellos. Mientras decidía cuál sería la mejor manera de abordarlos, se sentaron en una de las bancas. Eran Eduardo Salhuana y Edith Julón, ambos de Alianza para el Progreso.
Me acerqué a ellos. Me presenté y me saludaron con una amplia sonrisa. Les conté a qué había ido a Moscú y ya la sonrisa se les fue apagando. Igual les pareció una gran coincidencia que los hubiera encontrado ahí. Les pregunté por qué razón habían decidido aceptar la invitación. Julón, representante de Cajamarca, se apresuró en defenderse y me dijo que el viaje no le generaba ni un sol de gasto al país.
—¿Y le genera algún beneficio?— repregunté.
—Bueno —me respondió Salhuana, representante de Madre de Dios—, toda experiencia es buena. Y en la medida que tengamos más experiencia como congresistas, eso, sin duda, va a redundar en favor de nuestro trabajo parlamentario.
El propio Salhuana debió darse cuenta de que su respuesta carecía de fuerza y, sobre todo, verdad. Tanto así que, sin que le hiciera alguna repregunta, continuó.
—Imagino que para la mayoría de peruanos esto puede parecer un simple viaje de placer. Pero es que no saben que todo viaje implica un sacrificio. Además, no le estamos generando ni un sol de gasto al gobierno. Creo que eso ya lo dijo mi colega, ¿no?
Le respondí que sí. Luego les pregunté a los dos si consideraban su viaje como un mensaje de apoyo a Rusia en el contexto del conflicto que este país tiene con Ucrania. En ese preciso momento, Julón sacó su celular, lo pegó a su oreja y se levantó de la banca.
—Perdón —me dijo y se apartó unos metros de nosotros. Si tuviera que adivinar, diría que nadie la llamó.
Volteé a ver a Salhuana que me estaba esperando con una sonrisa.
—La posición del Perú no va a cambiar porque un grupo de congresistas haya venido aquí. La gente se equivoca. Nosotros hemos venido a un evento.
—Pero ese evento es organizado y pagado por un país que viene siendo denunciado por la agresión que ha infligido a Ucrania —le dije—. En ese contexto, ¿cómo se lee la participación de ustedes en este evento?
—Bueno —me respondió ya con cierto aire de impaciencia—, nosotros no estamos sujetos a mandato imperativo. Tenemos opinión propia.
—¿Entonces usted apoya a Rusia en este conflicto?
—Yo no he dicho eso.
—Pero dígalo si así lo piensa.
Salhuana me lanzó una auténtica mirada de franca amargura.
—Yo no le voy a responder lo que usted quiera que le responda.
—De acuerdo, pero…
—Me va a disculpar, pero la congresista y yo tenemos unas actividades pendientes.
Como si fuera una frase clave, apenas la congresista Jugón escuchó esto, regresó y se quedó de pie junto a su colega. En ese momento, el congresista Salhuana se puso de pie. Yo, a mi turno, me puse frente a ellos, como si les estuviera cerrando el paso.
—Una sola inquietud.
—Hable rápido, por favor.
—Miren —les dije mientras corroboraba el dato en mi memoria—, según el acta del Congreso, en marzo del año pasado ustedes dos votaron a favor de una moción de rechazo a la invasión de Rusia a Ucrania.
—¿Nosotros? —preguntaron casi al unísono.
—Sí, ustedes.
—Debe ser un error —me respondió Salhuana.
—Un error de ustedes.
—La verdad no recuerdo esa votación —dijo Julón.
—Yo menos —intervino Salhuana.
—Es información verdadera y objetiva. ¿Por qué hace un año repudiaban el comportamiento de Rusia y ahora aceptan su invitación sin ningún problema?
Julón miró a Salhuana y este a ella. Parecía que sus miradas se hubieran enganchado unos segundos. Yo, quizá pasándome de la línea, insistí.
—El año pasado ya se tenía conocimientos de violaciones de derechos humanos, ahora, con el tiempo, hay todavía más pruebas. Entonces, ¿por qué ahora, en lugar de afianzar su rechazo a Rusia, al contrario, lo avalan con este viaje? ¿No tienen nada qué decir al respecto?
Y no. No tuvieron nada que decir excepto: “Tenemos que irnos”. Luego ambos se perdieron entre el enjambre de pasajeros del metro. Me quedé pensando en el nivel de congresistas que tenemos y qué tanto los merecemos. En todo caso, todavía quedaban varios días más para cubrir el evento y buscar las declaraciones de los demás. Aunque, la verdad, creo que voy a encontrar más de lo mismo.
De momento, tocaba regresar al hotel. Había quedado con Micaela en que la iba a llamar apenas tuviera algo que contarle. En Madrid es solo una hora menos que en Moscú, así que no hay problema. Ni bien me contestó, le lancé: “¿A qué no te imaginas a las joyas que me encontré en el metro?”.
El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!
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