24 de marzo. Mediodía. En el despacho presidencial, sentada en la silla más grande del ambiente, Dina Boluarte tamborilea la superficie del escritorio con los dedos de la mano derecha, mientras, casi sin mover la cabeza, pasea su mirada por el techo, como si estuviera buscando alguna respuesta en las alturas.
—Señora presidenta. No se preocupe —dice el premier Gustavo Adrianzén. Está sentado al frente de la presidenta, de tal manera que solo están separados por el inmenso escritorio de madera que lleva años ahí y que seguro continuará en el lugar cuando Boluarte y Adrianzén sean historia—. Le aseguro que lo encontraremos antes de que se venza el plazo.
—Pero es que no entiendo. Anoche me llamaste y me dijiste que ya tenías todo solucionado. Todavía me contaste que no había sido fácil, pero que finalmente había aceptado. ¿Qué pasó entonces?
Adrianzén mueve la cabeza a los lados. Exhala de manera profunda, como si estuviera a punto de lanzarse a bucear en alguna piscina, luego deja escapar el aire. El largo y extenso suspiro parece enojar a Boluarte.
—¿Qué pasa, Gustavo? ¿Te vas a quedar mudo?
—Claro que no, señora presidenta.
—Entonces, responde lo que te he preguntado. ¿Qué pasó con el nuevo ministro?
El nuevo ministro al que se refiere la presidenta, o, dicho de mejor manera, el que iba a ser el nuevo ministro era el general en retiro Marco Miyashiro. En el contexto donde varias voces han reclamado inteligencia, a Adrianzén le pareció una muy buena elección. Así se lo hizo saber a la presidenta. Al inicio, esta se mostró reticente.
—¿Marco Miyashiro? ¿Él no estaba relacionado con Fuerza Popular? —preguntó Boluarte.
—Sí, fue congresista y estuvo en la bancada del fujimorismo, pero de eso ya pasaron varios años.
—¿Cuántos?
—Deben ser más de cinco.
—Pero si lo nombramos a él la gente va a pensar que Fuerza Popular me maneja por completo.
—No creo, señora presidenta, la gente sabe que también Alianza para el Progreso hace lo suyo.
—Bueno, llámalo. La verdad no creo que acepte, pero de repente me equivoco.
Para la propia sorpresa del premier, Miyashiro aceptó conversar con él. Dadas las circunstancias y para evitar que su nombre se filtre a la prensa, Adrianzén y el exgeneral se reunieron vía Zoom. Luego de superar algunos problemas técnicos —el premier no encontraba el cargador de la laptop—, ambos personajes hablaron durante más de una hora. Si no fuera porque el Internet de la PCM se cortó por falta de pago, la conversación hubiera durado todavía mucho más.
—Presidenta, listo —le había dicho la noche del domingo 23 de marzo—. Acabo de llamarlo como habíamos quedado y me ha dicho que sí: Miyashiro será el reemplazo de Santiváñez.
¿Por qué razón Miyashiro había desistido hacerse cargo del Ministerio del Interior luego de asegurarle al premier que aceptaba? Eso precisamente era lo que Boluarte, entre impaciente y nerviosa, le había preguntado a Adrianzén.
—Gustavo, me obligas a preguntarte de nuevo. ¿Qué pasó con Miyashiro?
—No sé, creo que al final se arrepintió —respondió por fin—. Después de haber aceptado de palabra, me llamó tardísimo a preguntarme sobre Cerrón.
—¿Sobre Cerrón? ¿Y qué te preguntó?
—Textualmente me dijo: “¿Usted o la presidenta tienen alguna objeción con que lo busque?”. Así tal cual me preguntó.
—¿Y qué le respondiste?
—La verdad. Que no teníamos ningún inconveniente con que lo busque.
—Claro, lo que sí no queremos es que lo encuentre.
—Eso le dije y me colgó el teléfono.
Boluarte se alza de hombros y hace un gesto de desamparo en su rostro. Luego, mira su reloj y, enseguida, lanza una mirada derrotada sobre el escritorio.
—Se nos acaba el plazo, Gustavo. Tenemos que nombrar al nuevo ministro del Interior hoy mismo.
—En realidad, la cosa es más complicada. Pensando que Miyashiro era fijo, ya habíamos convocado a la prensa a la juramentación del nuevo ministro.
—¿Y quién va a juramentar si no tenemos a nadie?
—Es una muy buena pregunta —afirma Adrianzen y luego soporta los ojos castigadores de la presidenta. Entonces, una idea le ilumina la mente—. Ya sé. Ya sé quién puede ser. ¿Qué le parece el exgeneral Cluber Aliaga?
—Me suena el nombre, pero no sé de dónde.
—Fue ministro del Interior de Sagasti.
—¿De Sagasti? Entonces es un caviar.
—¿Sagasti?
—No, Aliaga.
—Ah, bueno. No le he preguntado.
—Tiene que serlo. ¿O crees que no es un caviar?
—La verdad no sé.
—¿No sabes si es caviar?
—Ni siquiera sé qué significa ser caviar.
Boluarte se pasa la mano por el rostro, como si fuera una brocha con la que se quiere pintar. Después, abre la boca, pero no dice nada. Solo un segundo después vuelve a hablar.
—Mira, por ahora lo que tienes que saber es que no podemos contar con Aliaga.
—Bueno, entonces ya no se me ocurre nadie más. Salvo, claro, que pongamos de nuevo a Santiváñez —dice Adrianzén, al tiempo que su cara muestra una sonrisa.
—Eso es. Gran idea.
Adrianzén mira fijo a la presidenta. Una luz de preocupación aparece en su rostro.
—Señora, presidenta, no quiero contradecirla —argumenta Adrianzén, con la mayor delicadeza que le es posible—, pero Santiváñez acaba de ser censurado. Él no puede volver a ocupar su mismo cargo.
—Caramba, Gustavo, a veces no sé si me estás haciendo una broma o no. Obviamente que Santiváñez no puede volver a ser ministro, pero sí podemos elegir a alguien de su entera confianza.
—¿A alguno de sus viceministros?
—Claro. A cualquiera de ellos.
—¿Pero hacer eso no sería más de lo mismo? La gente se ha expresado en las calles contra la gestión de Santiváñez.
—¿Y tú cómo prefieres expresarte? ¿Como premier o como expremier?
Adrianzén saca pecho, alza el mentón y adquiere una posición solemne, como si estuviera modelando para alguna estatua.
—¿Y a cuál viceministro quiere que convoque? —pregunta ya con los hombros caídos—. ¿A Díaz o a Guardia?
—A cualquiera. Igual los dos son generales en retiro.
—Pero, señora presidenta. Elija uno.
—Llama a Díaz, mejor. Si ponemos a Guardia lo van a molestar con su apellido.
3:00 p.m. Palacio de Gobierno. Gran cantidad de periodistas, con sus cámaras y micrófonos, esperan ansiosos la juramentación del nuevo ministro. En el estrado, todo está listo: la mesa, el crucifijo, el candelabro y el arrodillador. Tras las cortinas, la presidenta, el premier y Díaz se encuentran esperando la indicación para salir a escena.
—Señora presidenta, le aseguro que no se va a arrepentir de haberme elegido. Voy a luchar contra la delincuencia con el mismo empeño que usted le pone a gobernar.
Entonces, Adrianzén se inclina hacia la presidenta y le susurra: “¿No quiere que mejor llame a Guardia?”.