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Pequeñas f(r)icciones: El sombrero, el diván y el espejo
Por la ventana a medio cerrar, ingresa, a duras penas, el sonido casi apagado de la calle tranquila, casi inocua, donde se ubica la residencia del doctor Tello. El estudio, apartado de la construcción central de la casa, resultó perfecto para las sesiones de terapia. Partido casi en dos, en una parte se puede apreciar un gran escritorio de caoba y, en medio de la otra mitad, el diván. Junto a este, un sombrero descansa sobre la mesita. Pedro Castillo está echado sobre él, con la mirada clavada al cielo raso. Le ha costado mucho decidirse a ir, pero, a casi medio año de gobierno, sintió el empujón que necesitaba.
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Por la ventana a medio cerrar, ingresa, a duras penas, el sonido casi apagado de la calle tranquila, casi inocua, donde se ubica la residencia del doctor Tello. El estudio, apartado de la construcción central de la casa, resultó perfecto para las sesiones de terapia. Partido casi en dos, en una parte se puede apreciar un gran escritorio de caoba y, en medio de la otra mitad, el diván. Junto a este, un sombrero descansa sobre la mesita. Pedro Castillo está echado sobre él, con la mirada clavada al cielo raso. Le ha costado mucho decidirse a ir, pero, a casi medio año de gobierno, sintió el empujón que necesitaba.
-Entonces -dice el doctor- podemos resumir todo lo que me ha dicho hasta ahora con una palabra: miedo.
-¿Miedo?
-Sí, miedo. Usted tiene miedo de defraudar a su pueblo.
-Claro, tengo un compromiso grande con Chota.
-No, señor presidente. Cuando digo pueblo, me refiero a todos los peruanos.
-Sí, pues.
-Le explico. Usted se siente responsable por las promesas hechas en campaña. Quizá usted mismo no lo acepte, pero en el fondo teme no poder cumplirlas.
-Se equivoca, doctor. Nunca me ha pasado eso por la mente.
-¿Incumplir sus promesas?
-No, sentirme responsable.
El doctor Tello toma unos apuntes en su block de hojas amarillas y rayadas.
-Bueno –dice mirando el reloj reluciente en su muñeca- por hoy hemos terminado. Puede levantarse.
Castillo se incorpora y, por un momento, queda sentado en el diván. Luego se pone de pie.
-Para ser la primera sesión, hemos avanzado bastante -dice el doctor.
-¿Y cuántas sesiones cree que necesito?
-Todas.
-¿Cómo dice?
-Digo que todas las sesiones son importantes. Ya veremos cómo va progresando.
Castillo asiente, da unos pasos, toma su sombrero y se lo pone. Luego caminan juntos hacia la salida del estudio. El doctor Tello coge la manija y abre la puerta, pero Castillo se queda inmóvil, como embobado.
-¿Pasa algo? -pregunta el doctor, todavía sosteniendo la manija.
Castillo asiente con la cabeza, pero su mirada parece perdida.
-Lo que yo le diga no sale de aquí, ¿no? -pregunta Castillo, volviendo a mirar al doctor Tello.
-Claro que no -responde, soltando la manija, pero sin cerrar la puerta.
-Usted dice que tengo miedo en el fondo, ¿no? Para serle sincero. No sé si decirle miedo, pero sí a veces me siento un poco inseguro. Sobre todo al tomar decisiones.
-Y tiene que tomar decisiones todos los días.
-Claro, por algo soy el presidente.
-Mire -dice el doctor-. La inseguridad es una expresión del miedo, del temor.
-Doctor, lo que necesito es una ayuda práctica. ¿Qué puedo hacer cuando pase eso?
El doctor Tello mira a Castillo. De pronto, siente un peso enorme. El país entero depende de cuánto lo pueda ayudar.
-Mire, no suelo dar estos consejos, pero le puede servir.
-Lo escucho, doctor.
-Cuando sienta que la inseguridad lo asalte, mírese en un espejo.
-¿Y usted cree que eso me va a ayudar?
-Tiene que estar convencido.
-¿Pero qué espejo? ¿Uno grande?
-No importa, la cosa es que se vea en el espejo directo a los ojos. Luego póngase firme y dígase a sí mismo: yo soy una persona segura.
-Yo soy una persona segura.
-Eso. Dígalo tres veces con fuerza y verá cómo se siente.
Minutos más tarde, Castillo regresa a Palacio de Gobierno. Apenas se sienta en su oficina, su secretario general ingresa, apurado, casi ahogándose, como si acabara de terminar una carrera de largo aliento.
-Señor presidente, lo buscan con urgencia.
-¿Quién?
El secretario general trata de calmarse, estabilizar su respiración.
-Dos. Son dos lo que quieren verlo.
-¿Quiénes son? -pregunta, mientras se reacomoda en la silla del escritorio.
-El primero es Salaverry. Seguro que quiere presionarlo para que no lo saquen de Perupetro. El segundo es el ministro de Energía y Minas. Seguro que quiere que saque a Salaverry por toda la presión mediática.
-¿Y ahora qué hago? -pregunta Castillo, con la voz entrecortada.
-Tiene que tomar una decisión.
Castillo se pasa la mano por la frente, como secándose un sudor inexistente. De pronto, alza las cejas y suspira. Entonces abre uno de los cajones de su escritorio. Se inclina hacia él, mete la mano y rebusca, desesperado, entre los objetos que contiene. Luego, decepcionado, abre otro cajón y otro y otro más, buscando, rebuscando, desordenando. Sigue así hasta que, por fin, una luz de satisfacción ilumina su rostro.
-Déjame solo un momento -le dice al secretario general.
Una vez solo, Castillo saca el espejo que acaba de encontrar. Lo coloca frente a sí y se mira a los ojos, con suma atención. Entonces repite tres veces: “Yo soy una persona segura”. Luego llama al secretario general.
-Ya tomé una decisión. No quiero ver a ninguno de los dos.
El secretario general no da crédito a sus oídos.
-Pero ellos saben que usted está aquí.
-Yo soy el presidente y a mí nadie me va a imponer la agenda.
-Como usted diga.
-Vas a hacer lo siguiente. Dile a Salaverry que estoy ocupado hablando con el ministro de Energía y Minas, y dile al ministro de Energía y Minas que estoy ocupado hablando con Salaverry.
-Listo -dice el secretario.
A los pocos minutos, regresa a la oficina. Castillo eleva la mirada, con curiosidad.
-¿Y qué pasó? ¿Les dijiste lo que te pedí?
-Sí, claro. Y se fueron al toque.
-¿Tú crees que se lo hayan creído?
-No creo, estaban juntos cuando se los dije.
Castillo mueve la cabeza en señal de desaprobación.
-El que acaba de llegar es el ministro del Interior -dice el secretario general-. Él tiene un lío parecido.
-No, tiene un lío peor. El jefe de la Policía se le ha rebelado, pero yo confío en Guillén. Dile que pase.
Menos de dos minutos después, Avelino Guillén ya se encuentra frente a Castillo. Trata de mantenerse tranquilo, pero es en vano. Sabe que su futuro como ministro depende de ese intercambio de palabras.
-Señor presidente, mire…
-Tranquilo, Avelino, tranquilo. Yo sé lo que está pasando, pero no te preocupes. Pienso darte mi apoyo.
-Gracias, señor presidente.
-De nada. Aunque para serte sincero, mucha gente me dice que tu problema es que transmites una imagen un poco débil. Por eso quiero hacerte una pregunta.
-Lo escucho.
-¿Me puedes asegurar que tienes el temple necesario para afrontar esta terrible y creciente ola de criminalidad?
Guillén mira unos segundos directo a los ojos de Castillo. Adopta una posición marcial y le dice con la voz más firme posible: “Antes de responderle, ¿no tendrá un espejo por ahí?”.
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