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Pequeñas f(r)icciones: ¡Feliz año, Juan Silva!
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¿Hasta cuándo se puede decir: “Feliz año” sin caer en el desfase, sin parecer fuera de lugar, sin estar bajo sospecha de una resaca permanente? ¿Hasta cualquier hora del primer día del año? ¿Hasta cualquier momento del dos, del tres, del cuatro de enero? ¿Podrá hacerse todavía después? ¿Hasta cuando se puede desear un 2024 lleno de ventura y prosperidad sin que te vean como un orate desnudo por la calle? ¿Será que, acaso, los buenos deseos tienen fecha de caducidad?
Me enredé en estas cavilaciones a raíz de una inquietud de mi sobrino Fabrizio. Conviene aquí dar algo de contexto. Ocurre que habíamos salido con la familia completa fuera de la ciudad para pasar las fiestas. Habíamos conseguido un bonito, apartado y amplio lugar a pocas horas de Lima. Tras varios días de dicha familiar —es cierto que la familia no se elige, pero qué les puedo decir: algunos tenemos suerte—, llegamos a la última tarde del paseo. Decidí pasarla tumbado sobre el césped, pero entonces apareció Fabrizio con otros planes para mí: “Tío, ¿hasta cuándo se dice: “Feliz año”?
Aguijoneado por la consulta, y procurando preservar mi fama del tío-que-le-gusta-leer-y-por-eso-debe-saber-varias-cosas, me lancé a las cavilaciones con las que inicié este relato. Pronto comprendí que en lugar de sacar una respuesta en limpio, me había llenado de interrogantes. “¿Y por qué preguntas?”, le dije, un poco tratando de ganar tiempo, “¿alguien te saludó?”.
Fabrizio me contó que él y mi también sobrino Mathías habían estado jugando en una canchita de fulbito, a pocos metros de la propiedad, con algunos pobladores y vecinos de la zona. Cuando acabó el encuentro, uno de ellos, el arquero del equipo contrario, les deseó un feliz año. Fabrizio me dijo que él y Mathías se miraron, se sonrieron, pero finalmente le devolvieron el saludo.
De pronto, Fabrizio estiró su brazo y me indicó hacia el fondo del jardín. Allí, unos arbustos terminaban de marcar los límites de la propiedad, pero siempre se podía observar los linderos vecinos. “Mira, justo está pasando”, me dijo, “se llama Silva. ¿Lo ves? Es ese pelado”. Una suerte de presentimiento me puso en alerta. “¿Silva?”, me pregunté, “¿será posible que sea el Silva que creo que es?”. Hasta donde sabía, Silva se encontraba viviendo de lo mejor en Venezuela. ¿Habrá venido a pasar las fiestas con su familia? En seguida, agucé la vista lo más que pude. Si tuviera que jugármela, diría que el que había sido arquero, el señor que saludó a mi sobrino, el hombre que estaba caminando a unos metros de mí, era Juan Silva, ni más, ni menos, el exministro de Transportes de Pedro Castillo y, desde hace más de un año, prófugo de la justicia.
Respiré hondo y decidí enfrentarme al presunto Silva o, al menos, acercarme lo suficiente para estar seguro de su identidad. Le pedí a mi sobrino que no me siga, que me espere dentro de la casa. De esta forma, acelerando los pasos y, con el sol como único acompañante, inicié mi aventura.
El bombeo de mi corazón se iba incrementando en la medida que me acercaba a lo desconocido. No tardé en llegar al portón de hojas, dos bloques de madera que son, a la vez, la entrada y la salida de la propiedad. Apenas estuve afuera, vi que Silva —o al presunto Silva— y el grupo que lo rodeaba estaba a menos de 100 metros delante de mí. Entonces, volví a apresurarme. Ya estaba a punto de alcanzarlos cuando los vi detenerse de golpe. En ese momento, Silva volteó y, junto con él, todo su séquito. Digo Silva y ya no el presunto Silva porque, sin lugar a dudas, ese señor era Silva, el arquero, el exministro, el prófugo, el hombre que se va de largo con los saludos por fin de año.
Uno de los guardianes de Silva se adelantó y me preguntó, sin mucha amabilidad, qué es lo que hacía allí, qué es lo que quería y, algo que le daba mucha curiosidad, “¿por qué los estaba siguiendo desde que salí de la casa de atrás?”. Yo puse mi mejor cara de fresh, de chill out, de zen, del ying y yang, y, digamos, ya estaba a punto de llegar al nirvana cuando advertí que a otro de los guardias de Silva le estaba empezando a enervar mi silencio. “No, nada”, les dije, al fin, “lo que pasa es que mis sobrinos estuvieron jugando con ustedes, ¿se acuerdan?, y quería preguntarles si se animaban a un partidito ya con más gente, mañana por la mañana”.
Lo admito, mentí. En lo que a mí respecta, mañana por la mañana yo ya debería estar en casa, en Lima, empezando a leer, por fin, el libro que me regalaron por Navidad —”Le dedico mi silencio”, la última y última novela de Varguitas, master of the masters—, o, cobrando los 50 mil soles de recompensa que dan por la captura de un tal Juan Silva. De igual manera, en lo que a Silva respecta, él debería estar, mañana por la mañana, y como primer destino, en la carceleta del Poder Judicial.
Silva fue entonces quien dio un paso adelante, me miró fijo y hasta me sonrió: “Hubiera sido interesante, pero nos vamos esta noche”. Luego, los vi a él y los demás ingresar en una propiedad similar a la que estábamos nosotros.
Regresé a la casa, crucé el jardín y no le di descanso a mis piernas hasta que llegué a la habitación que tenía asignada. Cerré la puerta tras de mí, busqué el número telefónico de la comisaría más cercana y llamé. Luego me dediqué a esperar. No dejaba de inteactuar con la familia y mucho menos dejé de disfrutar el bufet, que a modo de última cena, se sirvió para la ocasión, pero siempre esperando algo, algún tipo de señal.
Cuando el sol se apagó, dejamos la propiedad y enrumbamos de regreso a Lima. En el camino, algunos dormían, otros empezaron a revisar sus celulares, mientras que yo andaba cabizbajo, preguntándome qué había pasado. ¡Cómo se les había podido escapar! Entonces, ya en plena Panamericana Sur, volví a llamar a la Policía. Me comunicaron con el mismo policía con el que había hablado horas atrás.
El oficial me dijo que habían ido a la propiedad, pero solo habían encontrado a una familia. Me aseguró que él mismo había revisado a cada uno de los presentes, pero que ninguno respondía a las características físicas de Juan Silva. “No puede ser”, le respondí, “yo mismo lo he visto. Yo he hablado con él”. El policía se volvió a disculpar, pero me aseguró que más no podía hacer. Sin embargo, antes de colgar, agregó: “Usted me dijo que era periodista, ¿no? Entonces quizá me pueda ayudar con una curiosidad. Es una curiosidad tonta. Dígame, ¿usted sabe hasta cuando se puede decir: “Feliz año”?
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