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Pequeñas f(r)icciones: “Kenji y Keiko, un encuentro familiar”

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El involuntario temblor de su pierna derecha lo puso de mal humor. Kenji Fujimori pensaba que todo había quedado en el pasado, que ahora tenía el control de la situación, pero ese movimiento inoportuno, sordo, ajeno a su voluntad, le demostraba lo contrario. De pie, frente a la puerta tallada de la casa de su hermana Keiko, el menor de los Fujimori no se decidía a presionar o no el botón del intercomunicador.
Cuando lo hizo, una señora de mandil le abrió la puerta. Al verla, Kenji quedó sorprendido. No la conocía. Él esperaba ver el rostro de la mujer que hacía años ayudaba en la casa de Keiko.
Acompañado por la señora, Kenji llegó hasta el juego de mueble de mimbre que adornaba un ala del jardín. Se sentó en una de las sillas y aceptó el vaso de agua que le ofrecieron. Mientras esperaba la llegada de Keiko, se palmó la pierna, tratando de apagar el movimiento que delataba sus nervios. Sin embargo, era inevitable, hasta las entrañas se le enredaban cuando tenía que enfrentarse a su hermana.
Entonces Keiko apareció. Tras saludarse, ambos quedaron separados por una mesa de vidrio horizontal. Kenji se apresuró en levantar su vaso y beber un sorbo de agua. Keiko miró por encima de él y, haciendo gestos, logró que la señora regresara al jardín.
-Por favor, tráeme un jugo de naranja.
Kenji notó entonces que Keiko había llegado con un sobre de manila.
-Bueno –dijo Keiko–, seguro que te preguntarás por qué te pedí que vinieras.
-Sí, claro. No me quisiste adelantar nada por teléfono.
-Acuérdate de lo que siempre dice nuestro padre.
-¿”Soy inocente”?
-No, Kenji, que las cosas importantes se hablan en persona, nunca por teléfono. Que siempre hay que dar la cara.
-Pero, él renunció a la presidencia por fax.
-Kenji, no me estás entendiendo.
La señora del mandil apareció y puso el jugo de naranja sobre la mesa.
-¿Y el posavasos? -dijo Keiko.
-Perdone, señora. Ahí se lo traigo.
Keiko de reojo la vio irse.
-Es nueva, ¿no? -preguntó Kenji.
-Sí.
-¿Qué pasó con Lucha?
-Se fue a su pueblo. Parece que su madre está muy enferma.
-Ah, qué pena.
-Sí, pero no veo la hora en que regrese. A esta señora hay que enseñarle todo. Mira tú, ¿cómo se le va a olvidar el posavasos?
-Bueno, puede pasar.
-Y no solo es eso. Parece que se empeña en escuchar mis conversaciones.
-¿En serio?
-Me parece que sí. Aunque quizá me estoy poniendo paranoica.
Los hermanos callaron apenas la señora volvió y colocó el posavasos.
-Keiko, cuéntame entonces. ¿Para qué me llamaste?
-Antes que nada, lamento mucho lo de tu sentencia.
En efecto, hacía pocos días, el Poder Judicial lo había sentenciado a cuatro años y seis meses de prisión efectiva por el caso de los “Mamanivideos” y, aunque la sentencia había quedado suspendida, no podía olvidar la frase de su hermana cuando le dijeron que la denuncia lo iba a afectar: “Que se joda”.
-No te preocupes, Keiko. Yo ya te perdoné.
-Lo sé, y te agradezco. Aunque la verdad es que nadie te mandó a que jugaras a favor de PPK.
-Yo no hice nada por PPK. Lo hice para que nuestro padre quede en libertad.
-Lo siento, pero tú solito te pusiste en la mira.
Kenji sintió que sus sienes se inflaban y empezaban a latir.
-Pero, Keiko, estaba en juego la libertad de nuestro padre.
Keiko sonrió. Luego tomó un sorbo del jugo de naranja.
-Mira, Kenji. ¿Te acuerdas de El Padrino? Ahí todo está muy claro. No hay que tomar nada de manera personal. Se trata de negocios. En este caso se trataba de política.
-Estás hablando de una mafia. Nosotros somos una familia.
-Ay, Kenji -dijo Keiko, suspirando.
Kenji movió la cabeza a ambos lados.
-Mira, mejor te digo para qué llamé.
-Dime -dijo Kenji.
-Te he visto jurar que no volverás a política y que no me guardas ningún rencor.
-Es verdad.
-Qué bien -dijo Keiko y luego cogió el sobre de manila y lo puso sobre la mesa.
-¿Qué es eso?
-Necesito que firmes estos papeles -dijo mientras extrajo del sobre un par de hojas engrapadas.
-¿Pero qué es eso?
-Te explico. En este documento te comprometes a no volver a intervenir en política y, sobre todo, a no hacer ningún comentario sobre mí, ya sea personal o político, ya sea del presente, del pasado o de algo del futuro.
-¿Y eso por qué?
-Bueno, Kenji. Yo no descarto seguir en política. Y, para serte sincera, casi todos tus comentarios me hacen quedar mal.
Kenji se pasó la mano por la frente. Una sensación de calor repentino lo invadió.
-De acuerdo, lo firmo. Pero con una condición.
-¿Condición? ¿Cuál?
-Que firmes un documento similar prometiendo lo mismo: que ya no hables de mí y que no seguirás en política.
-De ninguna manera.
-Entonces yo tampoco firmo nada.
-Parece que nunca vamos a poder estar unidos, como hermanos.
-Es que tienes que poner primero a la familia antes que a la política.
-Ay, Kenji. Tú siempre tan dramático.
Kenji se puso de pie. Apenas deslizó un “chau” y salió de la casa. Todavía con varios pensamientos cruzándose en su mente, llegó hasta su auto. Desde adentro, pudo ver a la señora del mandil conversando con el conductor de un auto estacionado algunos metros más adelante. Incluso creyó distinguir que le entregaba algo. Casi sin pensarlo, por mera intuición, Kenji hizo un acercamiento con la cámara del celular y distinguió la placa. Con la respiración exaltada, buscó los datos del vehículo en la página de la Sunarp. Abrió sus ojos como dos monedas enormes cuando vio el resultado. El vehículo pertenecía al Ministerio del Interior. ¿Demasiada coincidencia? No lo creía. ¿Y si era de la Dirección de Inteligencia? Eso podría poner en peligro a la oposición, pero sobre todo a su hermana, a Keiko.
Pensó en regresar a la casa y contarle todo a su hermana. Era lo que correspondía. Pero entonces se le vino a la mente la sentencia, el rol que tuvo su hermana en la denuncia y el reciente pedido absurdo de firmar aquel documento. Bloqueó entonces los buenos momentos y recordó, no sin dolor, las cosas que su hermana había hecho por su futuro político. Lo decidió. Se iría sin advertirle nada a Keiko.
Encendió el motor y se fue del lugar. Sin embargo, pensando en las posibles consecuencias, no pudo devolverle la frase y decir: “Que se joda”. Él no era así. Apenas si atinó a un tibio y pasteurizado: “Que se friegue nomás”.
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