“El doctor solo te pone dos condiciones”, me dijo la voz a través del teléfono, “que no reveles ni des pistas de su paradero y que no alteres ni una letra de sus respuestas”. Cuando respondí que claro, que no había ningún problema, me enviaron un mensaje de texto —sí, de esos que casi ya nadie utiliza— en el que se indicaba dónde y cuándo me encontraría con Vladimir Cerrón, el líder de Perú Libre, el prófugo de la justicia cuyo elevado monto de recompensa —500 mil soles— es inversamente proporcional a las calorías que gasta el Gobierno en capturarlo. Entonces, metí en una ligera maleta de viaje un par de mudas de ropa, documentos, cosas personales y una pequeña laptop. Rumbo al aeropuerto, me invadió —como un rayo— una duda terrible: ¿habré cerrado el gas de la cocina?
Tras un vuelo sin contratiempos, arribé al destino. Recién al salir del aeropuerto, sentí el calor sofocante e inmisericorde del mediodía. Tomé entonces uno de esos taxis amarillos que hacían fila y llegué al hotel. Dos horas después, mi celular empezó a vibrar y me despertó. “Baja ahora mismo y súbete al auto negro que está a la entrada de tu hotel”. Verifiqué que en mi bolsillo llevaba el celular, mi pequeña libreta de notas y abandoné el cuarto. Luego, bajé por el ascensor, dejé mi llave en recepción y salí del hotel. En efecto, ahí nomás estaba el vehículo esperándome. Ni bien me senté, me pusieron una especie de capucha oscura. “Tranquilo, es solo para el camino”, me dijo la misma voz que, desde el primer contacto, me había estado dando indicaciones.
Después de un poco más de una hora, el auto se detuvo. Me bajaron del auto, me quitaron la capucha y me sequé el sudor de la cara con el dorso de la mano. Mis ojos demoraron en estabilizar el contraste de la luz. Y así, con las imágenes todavía difusas, brumosas, me llevaron hasta dentro de una cabaña. Me sorprendió la humildad del lugar. La diminuta sala estaba conformada por un mueble, dos sofás y una mesa de centro, todos antiquísimos. Las paredes, ojerosas, pedían a gritos una o dos manos de pintura. Más allá, la cocina se notaba poco higiénica y el patio de tierra del fondo tenía la alegría de un pequeño cementerio.
Entonces, lo vi. Había emergido de una de las dos habitaciones.
—Soy Vladimir Cerrón —me dijo.
—Lo sé —le respondí y luego agregué—. Todo el mundo sabe quién es.
Cerrón no pudo contener el esbozo de una sonrisa. En seguida, me hizo un ademán con el brazo y me invitó a hundirme en uno de los sillones.
—¿Qué tal el viaje? —me preguntó.
—Bien —le dije—. ¿Y qué tal el suyo?
La tímida sonrisa de Cerrón se alargó, se convirtió en risa plena. Sin embargo, segundos después, volvió a la gravedad.
—Mi viaje ha sido una necesidad. Prácticamente, me han empujado a salir de mi país.
En ese momento, metí la mano en el bolsillo del pantalón y saqué el celular. Le pregunté si podía empezar a grabar. Cerrón me miró y movió su cabeza en señal de afirmación.
—Lleva un año en condición de prófugo ¿Por qué no se entrega a la justicia?
—Porque en el Perú no hay justicia. Lo que hay es ajusticiamiento político.
—¿Entonces nunca va a volver?
—Volveré cuando esa orden de captura se anule. Yo no soy un delincuente.
—Pero usted ha sido condenado por un delito. ¿Eso no lo hace un delincuente?
—Esa sentencia también es parte del ajusticiamiento político.
—Dígame, en el Perú se comenta mucho que Dina Boluarte lo está protegiendo porque usted tiene información que la puede perjudicar. ¿Es verdad eso?
—Todo eso es falso. Le doy mi palabra.
—Estuvo o no en Asia en el verano pasado.
—Sí, estuve.
—¿Y acaso no es verdad que se escapó del lugar en el carro presidencial?
—Para nada. Si Boluarte me protegiera no estaría viviendo en estas condiciones. ¿Usted cree que me hace gracia vivir en un lugar como este? Y, además, alejado de los míos.
—¿A quiénes se refiere con “los míos”? ¿A los Dinámicos del Centro?
—No, me refiero a mi gente, a mi pueblo, a mis compatriotas. Si algo que extraño del Perú…
En ese momento, miré de reojo el celular y, para mi estupor, este acababa de apagarse. Mientras tanto, Cerrón continuaba con su perorata.
—...por eso quiero que todo el país sepa…
—Señor…
—¿Qué pasa?
—Me temo que tengo un problema técnico. Mi celular se ha muerto.
Cerrón se inclinó hacia el espaldar del sillón, como signo de protesta.
—¿Qué clase de periodista es usted? —me dijo.
—El tipo de periodista que no carga su celular —le respondí, de forma un poco absurda.
En seguida, me disculpé de la manera más sincera posible y luego le pedí que, por favor, me preste su cargador.
—¿Mi cargador? —me preguntó, con cierto nerviosismo.
—Sí, debe tener uno aquí.
Cerrón movió la cabeza, como extrañado, parecía que le había pedido algo fuera de lugar.
—Es que no lo tengo aquí.
¿No lo tiene aquí? ¿Por qué? ¿Acaso no vive aquí? Me pregunté y, en el acto, yo mismo me respondí: claro que no vive aquí. De repente, cobraba sentido el aire de abandono que tenía aquel lugar. Cerrón quería que escribiera que su escondite era poco menos que una covacha. Eso quiere decir —seguía razonando— que el verdadero escondite del prófugo debía ser lo opuesto: poco menos que un palacio. Ya se me hacía muy extraño que Cerrón se encuentre en este país —no puedo decir cuál— donde tiene tantas amistades, personales e ideológicas, y no viva a cuerpo de rey. Era muy raro, chico.
Pero la pregunta era: ¿Cerrón sería capaz de hacerme algo si le hacía notar el engaño? O, de otra forma, ¿me dejaría ir sabiendo que iba a contar la farsa que había intentado llevar adelante? Mmm, decidí no averiguar la respuesta.
—Señor Cerrón. Si no tiene aquí su cargador no importa —le dije mientras sacaba mi libreta de apuntes, no sin cierto nerviosismo—. Lo que sigue lo puedo apuntar. No hay problema. Con esto nos la arreglamos.
Afortunadamente, luego de haber transcurrido unos quince minutos, uno de sus miembros de seguridad le dijo algo al oído y Cerrón me anunció —con cierto rubor— que, “por motivos de fuerza mayor”, tenía que cortar la entrevista. Me despedí del prófugo, me pusieron otra vez la capucha y me regresaron al hotel.
En el avión, de regreso a Lima, pasé apretada revista a lo que acababa de ocurrir con Cerrón. Nadie me iba a quitar de la cabeza que el prófugo se está dando la gran vida y que, por supuesto, me estaba mintiendo sobre la protección presidencial. Cerrón, pues, no tiene palabra. Entonces, súbitamente, me sobrevino un recuerdo muy oportuno, un dato que me permitió estar sosegado durante el resto del vuelo: mi cocina es eléctrica.