Conocí a Nadine Heredia antes, es decir, antes de todo: antes de que conociera a Ollanta, antes de recibir dinero de Odebrecht, antes de ser la primera dama y muchísimo antes de ser condenada a 15 años de prisión y buscar refugio en la embajada de Brasil.
La conocí, como se puede intuir, en sus años de estudiante en la Universidad de Lima, más precisamente cuando llevó —llevamos— el curso de Producción y Realización Audiovisual. Ahí, junto con varios compañeros y como tarea final, grabamos el cortometraje “Gemelas” que, bien visto ahora, debería haber sido bastante más corto de lo que fue. En todo caso, más allá de sus cualidades estéticas y artísticas —no tenía ninguna, aunque claramente tampoco aspiraba a tenerlas—, este video muestra las condiciones dramáticas de Heredia y, de alguna manera, anticipa la facilidad que tenía desde entonces para desdoblarse, para mostrar dos rostros, en buena cuenta, para ser la política en que se convirtió.
Pasaron mil años —dejé los estudios y los retomé tiempo después— y recién volví a saber de ella cuando su nombre empezó a aparecer en los medios de comunicación. Primero, de manera aislada, como la esposa de ese militar —un tal Humala— que se levantó en Locumba y, luego, ya de forma constante y mucho más notoria- durante las campañas presidenciales y su posterior llegada a Palacio de Gobierno. Nunca fuimos amigos, pero durante las intensas semanas del curso en cuestión llegamos a establecer una especie de buena onda. En particular, durante los días de grabación. Yo era -no pude ser ni director ni camarógrafo- el encargado del script y de asistir a quien necesitaba ser asistido.
Nunca utilicé esa eventual, efímera y fugaz ‘amistad’ para lograr alguna entrevista exclusiva o para obtener información privilegiada. Mucho menos en los años que Heredia actuaba como si el país fuera un reinado y los peruanos sus súbditos. Era extraño, quizá si no la hubiera conocido antes, habría tenido más bríos para lograr algún acercamiento, después de todo, es menester del periodista —y yo tenía el fotocheck bien colgado en el cuello— obtener la información que se le pide. Era un reparo que nunca pudimos entender ni yo, ni mi terapeuta, ni mucho menos mi editor.
Sin embargo, ahora que Heredia cayó en desgracia -o al menos eso se estila decir-, me pareció adecuado recurrir a cualquier tipo de recurso para poder entrevistarla. Fue difícil, pero por amigos comunes —comunes, pero no sencillos— conseguí su correo personal. Le escribí. Me presenté, le dije que quería hacerle una entrevista en persona y, como quien no quiere la cosa, como una glosa sin importancia, le hablé de la vez que nos conocimos en la universidad. Tuvo que pasar un día y medio para que me respondiera. Para mi gran sorpresa, dijo que sí. Luego, me dio el número de un celular al que tenía que llamar para las coordinaciones finales.
Tras siete horas de un apacible vuelo, llegué al aeropuerto de Guarulhos, en Sao Paulo. Eran las 8 de la noche. Sin pérdida de tiempo, me dirigí al Airbnb que había rentado —por lo menos en la zona donde busqué salía más barato que un hotel— y preparé todo para el día siguiente. Por la mañana, llamé al celular que Heredia me había indicado. Resultó que era del encargado de su seguridad. Yo no hablo portugués y al comienzo pensé que él tampoco, pero solo se trató de una falla técnica en la comunicación. En seguida, me dio una dirección, una hora en particular y un consejo: “Eu apreciaria se você fosse pontual”. Parece que me conocía de antes.
Pedí un Uber y, luego de algunos minutos, llegué al lugar. Lo primero que noté fue que en la esquina dos hombres de terno negro me miraban con especial interés: eran, como luego me lo corroboró Heredia, hombres de su seguridad. La dirección que me habían proporcionado correspondía a una cafetería. Al comienzo me pareció una broma y no lo culpo, amable e improbable lector, si le suena a un invento, pero el local se llamaba: “Por um punhado de dólares”. Imagino que era en honor al clásico western protagonizado por Clint Eastwood, aunque, dada la coyuntura, resultaba inevitable no relacionarlo con la no tan honrosa situación de Heredia.
Apenas la saludé, me senté frente a ella. Su rostro sin maquillaje mostraba sin rubor el golpe de las circunstancias y su cabello parecía estar invadido por hilachas de lana blanca. Eso y la modestia de su ropa me hicieron pensar que todo era parte de la imagen de víctima que quería mostrar. Pedimos un par de cafés americanos y unos pequeños brownies. Luego de comentar algunas cosas generales sobre aquella época universitaria —era evidente que no se acordaba en absoluto de mí—, me habló de “la increíble injusticia que se está cometiendo con ella”.
—¿Por qué escaparte así? —le solté. Y fue un riesgo hablarle de manera tan frontal. Ella pudo haberse parado e ido en ese mismo momento. Además, era yo el que había viajado hasta allí solo para entrevistarla.
—Yo no me he escapado. Yo estoy aquí legalmente.
—Bueno, si Boluarte te dio el salvoconducto, tu salida no se puede calificar de escape. Pero eso es en términos legales, o diplomáticos si se quiere. En cambio, la gente, el ciudadano de a pie ha tomado tu actitud como un escape, como una fuga.
—¿Y tú cómo sabes lo que piensa la gente?
—Es algo que se percibe en el ambiente, en la calle, en las redes sociales. Y otro sentimiento que ha surgido es el de la decepción. Diría que son dos decepciones. La primera por la frivolidad que marcó tu paso por el gobierno y la segunda al conocer los aportes que recibiste, sobre todo el de Odebrecht. Y, claro, hasta una tercera decepción, ahora que no afrontas la responsabilidad y has buscado asilo aquí en Brasil.
En ese momento, mi mayor temor se hizo realidad. Se levantó de la mesa, enojadísima, y, sin decirme nada, sin siquiera mirarme, enrumbó hacia la calle. Yo me paré y fui detrás de ella. Sin embargo, ni bien Heredia pisó la vereda, los miembros de su seguridad la rodearon y la subieron a un carro negro, que yo no había notado antes, y partieron hasta perderse de vista.
Recién entonces advertí que la encargada de la cafetería estaba a mis espaldas. “La cuenta”, pensé. Regresé a la mesa y mientras terminaba mi café, llamé incontables veces al celular del encargado de su seguridad. Entonces, dibujé una irónica sonrisa en mi rostro. Había viajado miles de kilómetros para invitarle un café y unos brownies a Nadine Heredia, la niña mala del humalismo, la borrachita de poder, la protagonista de “Gemelas” y la asilada controversialmente en Brasil. Y todo por bastante más que un puñado de dólares.
El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!