Vladimir Cerrón abre los ojos con dificultad, estira sus brazos hacia adelante y lanza, al mismo tiempo, un prolongado y tarzanesco bostezo. Recién entonces, tras una ráfaga de pestañeos, advierte que acaba de despertar, bocarriba, sobre el piso helado de un baño que nunca ha visto antes —o que no recuerda haber visto—. Y, frente a un enorme espejo, descubre que luce una barba artificial, viste ropa de campaña y lleva un par de botas negras. Lo acompaña, además, un dolor pesado que recorre su cabeza. Todavía adormecido, sale del baño. Arrastra los pies por la alfombra roja del departamento hasta que se tropieza con un cuerpo, una suerte de bulto pegado al suelo. “Juanjo”, le dice, “¿qué haces ahí?”.
Abajo, con la mejilla izquierda pegada a la alfombra, yace el ministro del Interior, Juan José Santiváñez, vestido con uniforme militar francés, botas de oficial y, sobre la cabeza, el característico sombrero napoleónico. Pese al llamado de Cerrón, Santiváñez no responde. “Carajo”, se dijo, “¿no se habrá muerto?”. De súbito, como apresurándose en demostrar lo contrario, Santiváñez abre los ojos, gira y se incorpora hasta quedar sentado, todo en un solo movimiento. En seguida, eleva el mentón y gira el cuello hasta que su mirada se cruza con la de Cerrón.
—¿Vladimir? —pregunta, con voz de recién despertado— ¿Te acuerdas de algo?
—No, nada.
—Yo tampoco. Eso sí, tengo un tremendo dolor de cabeza.
—Igual yo.
Santiváñez observa a Cerrón.
—¿Y ese disfraz? ¿Quién se supone que eres?
Cerrón, todavía tambaleándose, baja la mirada para ver otra vez su atuendo.
—¿No ves mi barba? Soy Fidel. ¿Y tú, Juanjo? No me digas. Ese sombrero es inconfundible. Eres San Martín.
—¡Cuál San Martín! —reclama mientras, a duras penas, se pone de pie—. Soy Napoleón.
De pronto, ambos enmudecen y se ponen a contemplar el departamento. Lo primero que les llama la atención es que ninguno de los muebles de la sala están donde deberían estar. Uno de ellos, el más grande, está de cabeza tapando a medias la entrada a la cocina. Otros estaban de lado, juntos, cerca de la puerta principal. En el suelo, sobre la alfombra, decenas de pequeñas calabazas de plástico han sido aplastadas reiteradas veces. Por otro lado, las botellas vacías de cerveza, pisco y whisky, todas tiradas por el suelo, se ven como diminutos barcos a la deriva. En tanto, las paredes están acribilladas por chorros indescifrables y multicolores de grafiti. Y, en un rincón, junto a un control remoto tirado, una ruma de platos y vasos sucios parecen esperar mejores tiempos.
—¡Carajo! —exclama Cerrón—. ¿Qué pasó ayer?
—Eso mismo quisiera saber yo.
De improviso, la puerta de la habitación principal se abre y un hombre sale disparado dando alaridos. Lleva la cara pintada, tirantes anchos, pantalones holgados y zapatos enormes. Mantiene la vertical menos de un metro y, luego de pisar una botella y reventarla, termina cayendo sobre uno de los sillones invertidos. Santiváñez y Cerrón caminaron hasta quedar frente a él.
—Gustavo -dice Santiváñez—, ¿por qué gritas?
El premier Gustavo Adrianzén apenas puede controlar su respiración. Su pecho se eleva y baja con rapidez.
—Hay una rata en el cuarto. ¡Qué digo rata! Hay una enorme rata, la madre de todas las ratas.
—¿Una rata? —pregunta Cerrón.
—Sí, Vladimir —responde Adrianzén y luego, al verlos detenidamente, su rostro pierde gravedad— ¿Y ustedes disfrazados de qué están? Bueno, tú eres Fidel —le dice a Cerrón— y tú, Juanjo, eres Bolívar.
—Yo soy Napoléon.
—Ya quisieras —retruca Adrianzén.
—¿Y tú quién eres? —pregunta Cerrón mirando a Adrianzén—. ¿El joker?
—No, Yo soy solo un payaso más.
Cerrón y Santiváñez se miran un momento y asienten con la cabeza. Acto seguido, vuelven a ver a Adrianzén.
—Gustavo —dice Santiváñez—, te duele la cabeza.
—Sí.
—Y seguro que tampoco te acuerdas de nada.
—Tampoco.
Los tres intercambian miradas. Entonces, un recuerdo aparece de golpe en la mente de Cerrón.
—Éramos cuatro cuando llegamos aquí —asegura—. ¿Recuerdan?
Santiváñez y Adrianzén cierran los ojos y mueven la cabeza de un lado a otro, tratando de hacer memoria, pero un ruido fuerte interrumpe su concentración. Entonces, los tres miran hacia el origen del sonido: Antauro Humala acaba de empujar, desde dentro, el mueble que bloqueaba la entrada a la cocina.
—Muchachos —dice como si no pasara nada—. ¿Qué dicen? ¿La seguimos? ¿Las chicas ya se fueron?
Cerrón, Santiváñez y Adrianzén lo miran entre extrañados y sorprendidos. Humala, en cambio, camina y pasa junto a ellos, como si la cosa no fuera con él. Endereza un sillón y se sienta. Entonces, lanza una carcajada.
—Lo de anoche fue brutal —dice Humala, satisfecho—. Y ustedes, muchachos, unos salvajes. Tú, Fidel, tú, payaso y tú… Napoleón.
—Sí —afirma—. Por fin alguien se dio cuenta.
—No es tan difícil —responde Humala—. San Martín y Bolívar son más altos.
Humala sonríe y le lanza un guiño a Santiváñez.
—¿Y tú, Antauro? —pregunta Adrianzén—, ¿de qué te has disfrazado?
—¿No adivinas? —responde mostrándole la pequeña constitución que lleva en el cinto—. De demócrata.
Santiváñez inclina la cabeza, buscando una explicación.
—¡Los brownies! —exclama de súbito Cerrón, mirando a Humala—. Claro. Lo último que recuerdo es que apenas llegamos nos invitaste un montón de brownies.
—Sí —afirma Adrianzén—. Los brownies. Ya estoy recordando.
—Antauro —interviene Santiváñez—. ¿Qué tenían esos brownies?
—Vamos, muchachos —dice Humala, abriendo los brazos—, no tienen nada que agradecer.
Entonces, de la habitación principal un enorme roedor, de pelaje marrón, emerge relampagueante.
—¡La rata! —grita Adrianzén, retrocediendo y poniéndose detrás de Cerrón y Santiváñez.
El animal se detiene a los pies de Humala. Este lo carga y lo pone sobre sus piernas.
—Qué rata ni que ocho cuartos —dice Humala, mientras le acaricia el lomo al animal—. Este es un capibara.
—¿Un capibara? —pregunta Adriánzén, todavía manteniendo su distancia.
—Un capibara —repite Humala—. Son los animales más tranquilos y relajados que existen.
—¿Y por qué lo trajiste a una fiesta de Halloween? —pregunta Cerrón.
—No tuve más remedio. No le gusta la música criolla.
Minutos después, el capibara vuelve a caminar, presiona el control remoto y aparece el canal de noticias. Al rato, los cuatro tienen la mirada derrotada: la población demanda la salida de Santiváñez y de Adrianzén, consideran que Cerrón es el socio corrupto de Boluarte y, en el ámbito electoral, el partido A.N.T.A.U.R.O. es declarado ilegal. Entonces, un pensamiento común invade a todos: ¿habrán quedado algunos brownies por ahí?
*El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!