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Pequeñas f(r)icciones: “Si vas para México...”

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Seis horas después de un plácido vuelo, llegué a tierras mexicanas. Al pisar el suelo de este pueblo lindo y querido no pude evitar emocionarme. Había llegado a la tierra milenaria de los aztecas, de los mayas, a la cuna de artistas notables como Frida Kahlo, Diego de Rivera, escritores universales como Juan Rulfo, Carlos Fuentes y comediantes inigualables como Mario Moreno, Roberto Gómez Bolaños, pero, no, muy a mi pesar, mi misión estaba relacionada con el otro México, con ese pequeño, absurdo e insufrible México, el México político, el México diplomático, el que cabe en la sede del Palacio Nacional, el México del impresentable, del insolente, del inefable, el México de Andrés Manuel López Obrador, el primer pinche de la nación.
Apenas subí al taxi, le di la dirección del hotel al chofer y me hundí en el asiento posterior. Desde ahí, con los ojos bien abiertos, redondos, como lunas llenas, contemplé la imagen de la ciudad recortada por la ventanilla.
-Señor -le hablé al cabo de unos minutos. Los taxistas muchas veces pueden ser el termómetro de la sociedad-, ¿y cómo van las cosas aquí en el D.F.?
-Esto ya no es el D.F. Ahora es Ciudad de México.
-Ah, mire. No sabía.
-Pero usted dígale como pinche quiera.
-¿Y qué tal el presidente? ¿Cómo les va con él?
-¿Cómo nos va? Para mí todos los pinches políticos son iguales.
Llegué al hotel. Me registré, me di un duchazo en el baño de la habitación y pocos minutos después ya estaba listo para empezar, de lleno, con el objetivo de mi viaje. Llegué a la cafetería donde mi fuente me había citado. Era un tipo de unos treinta años, delgado, con una temprana calvicie que no se molestaba en disimular. Nos saludamos. Yo pedí un café y una torta de jamón. “Si es como la del Chavo, mejor”, le dije, sonriendo, a la joven que nos atendió, pero ella me miró seria, distante, como Doña Florinda miraría a Don Ramón. Nota mental: nada de propinas. Mi fuente pidió solo una enchilada. Conversamos brevemente del clima y, luego de que trajeran nuestros pedidos, hablamos un rato sobre el mundial. En ese instante, de súbito, mi fuente sacó un papelito del bolsillo derecho de su saco. Lo deslizó sobre la mesa y lo puso bajo mi mano, parecía un croupier entregándome una carta.
-Esa es la dirección. Suerte -me dijo, luego se levantó, cogió lo que le quedaba de la enchilada y se fue.
Fue tan repentina su partida que recién minutos comprendí la situación. Pagué toda la cuenta y salí presuroso de la cafetería. En la primera esquina, detuve a un taxi y le di la dirección. Para mi sorpresa, el viaje duró varios minutos, quizá media hora. Bajé a un par de cuadras antes de llegar al número de la casa indicada. Se trataba, sin duda, de una zona residencial. Al acercarme al frontis del lugar, un miembro de seguridad, alto, con cara de pocos amigos, salió a mi encuentro. Le expliqué que había venido desde Perú para entregarle un mensaje a la señora Lilia Paredes.
-¿Un mensaje de quién?
-De Pedro Castillo -respondí.
-Deme el encargo -me dijo, luego de unos segundos de asombro.
-No puedo. Es algo personal.
Aproximadamente 20 minutos después, el mismo integrante de la seguridad me pidió que lo acompañara. Entramos en la casa, cruzamos un amplio jardín y entramos a la sala por una mampara. Por fin, frente a mi estaba ella: Lilia Paredes. Me saludó, le pidió al de seguridad que nos deje solos y me invitó a sentarme.
-Me dicen que tienes un mensaje de mi esposo – me dijo.
-Este… sí, mire…-le dije y luego enmudecí. No sabía cómo decirle la verdad: que nunca conocí personalmente a su esposo, que no le traigo ningún mensaje de él y que solo estaba ahí para conseguir una entrevista con ella.
-Te quedaste mudo –me dijo y dibujó una extraña sonrisa en su rostro-. Yo sé que lo que dijiste del mensaje no es verdad. Yo hablo todos los días con Pedro y sé todo lo que tengo que saber de su condición.
Yo la miré. Me costaba admitirlo, pero la esposa de Castillo me leyó como si fuera un libro abierto, y con letras grandes, y en negrita.
-¿Eso quiere decir que no tiene problemas con que la entreviste?
-¿Qué me quieres preguntar?
Le iba a decir que no se responde una pregunta con otra pregunta, pero para qué entrar en roces innecesarios. Saqué mi celular, lo puse sobre la mesa del centro y empecé a grabar.
-Su esposo dio un golpe de Estado y fue detenido en flagrancia. ¿Qué opina de esta afirmación?
-Opino que es mentira. Pedro es incapaz de dar un golpe. Y hasta donde yo recuerdo, lo detuvieron en la calle.
-Pero no puede negar que quiso cerrar el Congreso.
-Quién los entiende... Siempre se andan quejando de los congresistas y, cuando mi esposo por fin los pone en la calle, se van contra él. Es algo que no se entiende.
-Pero, señora Paredes, existe algo que es el Estado de derecho. Y su esposo quiso destruirlo y convertirse en un dictador.
-Qué dictador va a ser Pedro... ¿Usted cree que él se puede ganar la vida dictando? Lo que pasa es que los grupos de poder no lo quieren.
-Pero ¿qué me dice de la corrupción en el interior del Ejecutivo? No le parece raro que se involucren a los hermanos, los primos, los sobrinos y los cuñados, prácticamente a todos.
-No, mi familia siempre ha sido unida.
-Usted misma está señalada como un integrante más de esta red de corrupción.
-No, eso sí que no le permito.
-Pero eso dice la Fiscalía.
-Yo no soy una integrante más. A mí me acusan de ser una de las cabecillas. No se confunda.
-¿Por qué venir a México como asilada política? En el Perú nadie la persigue por sus ideas.
-¡Cómo que no! Usted está ciego. La Fiscalía y el Poder Judicial me han perseguido durante meses.
-¿Por sus ideas?
-Por mis ideas para hacer negocios.
De súbito, ingresó a la sala un señor delgado, de unos treinta años y con una avanzada calvicie. Era, para mi gran sorpresa, mi fuente.
-Señora Paredes, perdone la interrupción, pero, por instrucciones del excelentísimo presidente López Obrador, las entrevistas que usted dé tenemos que aprobarlas nosotros primero.
La esposa de Castillo me miró, luego alzó los hombros y, sin decir nada más, se retiró de la sala.
-Yo no sabía que tú trabajabas para el gobierno -le dije.
-Y yo no sabía que ibas a ser tan duro con ella.
Levanté mi celular y lo puse en mi bolsillo, sin apagar la grabadora de voz. Quería tener un registro del duro intercambio verbal que iba a tener con mi fuente. Di entonces un paso hacia él. Era hora de la verdad. Era el momento de enfrentarlo, de decirle sin tapujos lo que pensaba. Era la oportunidad de pecharlo, de preguntarle quién pinche se había creído, por qué actuó así. ¡Qué diablos le costaba pagar su enchilada antes de irse!
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