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Pequeñas f(r)icciones: Un café en Nueva York

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Fecha Actualización
Dina Boluarte está en la cima del mundo. Bueno, casi. Se encuentra en el observatorio de “The Edge”, en el piso 100 de uno de los edificios más modernos y más altos del hemisferio occidental. La presidenta del Perú tiene sus manos apoyadas contra una inacabable pared de cristal que, además del vértigo del abismo, le regala una espectacular vista de la ciudad de Nueva York. A su alrededor, su asistente personal y varios miembros de su seguridad, la observan. Se le ve tan feliz, tan radiante que parece una niña suelta en Disneylandia.
Sin embargo, para cuando ya está de regreso en el hotel, su rostro ya ha perdido el brillo por completo. Su asistente personal se le acerca.
—Señora presidenta, ¿le ocurre algo? ¿Se siente bien?
Boluarte eleva la cabeza hasta que su mirada llega a la altura de la de su interlocutora.
—No es nada.
—Pero siento que algo le está molestando. Se le veía tan contenta en el observatorio.
—Imagínate. Cómo no emocionarse con algo así. Y no solo es eso, sino todo en general. Cuando pienso en todas las cosas que han tenido que pasar para que yo llegue aquí, y no como cualquier ciudadana, sino como la presidenta del Perú.
—La primera presidenta.
—Eso también —dice Boluarte—. La primera presidenta. He tenido mucha suerte.
—Así es el destino.
—Sí, el destino. Pero luego me puse a pensar en verdad qué he hecho hasta ahora por mi pueblo. Cómo es posible que haya gente que me haya gritado estos días cosas tan feas.
—Olvídese de eso. Usted hizo lo que tenía que hacer. Además, usted sabe cómo son estas cosas. Al final todo es político. Seguro que sin cámaras no hubiera sido lo mismo.
Boluarte se lleva las manos a su rostro y las frota como si estuviera limpiando las comisuras de sus labios. De pronto, una luz aparece en su mirada.
—Voy al lobby del hotel. Ya vuelvo.
Al salir de la suite, ve que los miembros de su seguridad se acercan para escoltarla.
—Quédense aquí. Bajo un momento y regreso.
—Pero señora presidenta —dice el jefe de seguridad—. El protocolo dice que…
—Olvídese del protocolo. ¿Qué me va a pasar en este hotel?
Boluarte ingresa al ascensor. Una vez las puertas metálicas se abren en el primer piso, emerge y camina hacia el lobby. Luego pasa por recepción, y en medio de tanta gente, de tanta seguridad, sale del hotel como una huésped más.
Así, mientras su asistente personal se tortura preguntándose qué tema personal tenía que ver la presidenta con los encargados del hotel, Boluarte ya está integrada, mezclada, casi diluida entre la masa humana y multiétnica que recorre las calles de Nueva York. Mira los locales que van pasando a un lado de la avenida. No sabe bien qué está buscando hasta que sus pasos se detienen frente a un establecimiento llamado: “El Cafecito”.
Apenas ingresa, una campanita estalla en sonidos metálicos. Boluarte llega hasta la primera mesa desocupada. Se sienta. Pone los codos sobre la mesa y lanza su mirada hacia todos los rincones del local. De súbito, una camarera aparece junto a ella y la saluda en inglés.
—¿No hablas español? —pregunta Boluarte.
—Sí, claro —responde la mujer, con una musicalidad especial en sus palabras—. Soy dominicana.
—Qué bueno. Yo soy peruana.
La camarera le sonríe. Luego, coloca el menú sobre la mesa.
—Mire, le recomiendo…
—Hazme un favor —dice Boluarte—. Antes que nada, dime, ¿tú sabes si hay algún peruano que trabaje aquí?
—¿Un peruano? Sí —responde—. Fíjese que hay uno que trabaja en la cocina.
Los ojos de Boluarte saltaron, como dos canicas.
—Qué bueno. ¿Me harías el favor de llamarlo? Dile que no le voy a quitar mucho tiempo.
Un gesto de fastidio se dibuja fugazmente en la camarera.
—Está bien. Yo le voy a decir, pero no sé si quiera venir. Usted sabe. En la cocina suelen estar full.
—Claro, tú avísale nomás, por favor.
—Ya, pero dígame de una vez qué se va a pedir.
Boluarte suspira. Coge el menú, lo levanta y, sin ningún entusiasmo, lo acerca a sus ojos.
—La verdad no tengo hambre. Tráeme un café.
—¿Cuál?
—Elige tú.
Pocos minutos después, un hombre sale de la cocina y empieza a caminar hacia Boluarte. Cuando el trabajador se encuentra a medio camino de la mesa, se detiene. Acaba de advertir que la mujer que ha mandado a llamarlo es ni menos, ni más que la presidenta del Perú.
—Hola —dice la presidenta ni bien el hombre se para finalmente ante ella.
—Hola —responde con la voz apagada.
—Dime, ¿tú sabes quién soy?
El hombre demora, pero luego dice que sí, en silencio, moviendo la cabeza de forma vertical.
—Eso me imaginaba —dice Boluarte—. Mira, no quiero hacerte perder el tiempo, solo quiero que me digas la verdad. Estamos sin cámaras, sin prensa, sin nada. Dime sinceramente: ¿Qué piensas de mi gobierno?
La cabeza del hombre, ahora negando.
—Dime, con confianza —insiste Boluarte.
—No quiero problemas.
—No vas a tener ningún problema.
—¿Por qué eligió este sitio? ¿Conoce al dueño?
—Para nada. Entré solo por el nombre. Supuse que podría encontrar a algún peruano aquí y mira que tuve suerte.
—La verdad no sé si le pueda llamar suerte. Con todo respeto, yo no soy precisamente un admirador de su gobierno.
—No importa. Justamente he venido hasta aquí para buscar una opinión sincera, una opinión verdadera.
—Yo creo que no le va a gustar lo que voy a decirle.
—¿Tanto así?
—No es nada personal —dice el hombre, ya con algo más de soltura—, pero me parece evidente que el cargo le ha quedado demasiado grande.
—¿Tú eres de los que querían nuevas elecciones?
—Yo soy de los que quieren nuevos políticos.
En ese momento ingresa la camarera con una taza de café. Mientras lo sirve y coloca junto a un potecito de azúcar, se hace notorio el reciente silencio.
—Me disculpa, pero tengo que volver al trabajo.
—Claro, claro —dice Boluarte, algo descolocada.
Mecánicamente, levanta la taza y bebe el café. Ni azúcar le puso. Estaban pasando diversos pensamientos en su mente cuando, de golpe, un grupo de personas ingresa como un pequeño ciclón al local. Estaba liderado por la asistente, seguida de los miembros de seguridad. Los comensales levantaron la vista y más de uno temió que se tratara de una suerte de atentado.
—Señora presidenta, ¿qué pasó?
—¿Qué pasó? —repite Boluarte-. Nada. No pasó nada. Se me antojó un café nomás.
Luego la asistente paga la cuenta. Boluarte sale muda del local y así se mantiene durante todo el camino de regreso. Cuando ya están llegando al hotel, la asistente se le acerca.
—¿Y señora presidenta? —le pregunta, tratando de aliviar la tensión—. ¿Qué tal estuvo el café?
—Cargado —responde Boluarte—, bien cargado.

El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!