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Pequeñas F(r)icciones: Un premier irrevocable

*El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!
 

Imagen
Premier
Fecha Actualización

Apenas el premier, Gustavo Adrianzén, ingresa al auto oficial, Ambrosio Gálvez, su chofer, hunde el pie en el acelerador y consigue que su jefe se aleje, huya más bien, de la nube de periodistas que ha estado esperándolo. Mientras se distancian cada vez más y el vehículo ya parece flotar sobre el pavimento, Adrianzén mira, reflexivo, cómo la noche entristece todavía más la gris ciudad de Lima. Esa imagen luctuosa le agria el ánimo y lo empuja a pensar en él, no solo en su destino, sino en su presente, en, por ejemplo, su trabajo como premier, o dicho de otra manera, su oficio de inventor de excusas para explicar cualquier dislate presidencial. ¿Ha valido la pena aceptar el cargo? ¿Es necesario proyectar tan nítidamente la imagen de un defensor faldero y sin luz propia?

Mientras Gálvez presiona el embrague y hace un cambio —del tercer al cuarto—, mira de reojo al espejo retrovisor y se encuentra con la imagen contrariada de Adrianzén. Este, desde luego, sigue entregado a la complicada tarea de calzar su quehacer diario con las expectativas y valores que había llevado al cargo. En ese momento, como si hubiera tenido una epifanía, entiende con claridad meridiana lo que tiene que hacer. Y está tan decidido, tan seguro del paso a seguir que, sin previo aviso, sin mayor trámite, lo verbaliza: “Voy a renunciar”.

El anuncio de la partida rebota en todo el interior del vehículo, va, viene, hasta que se disuelve y deja un silencio que incomoda, por razones distintas, al conductor y al premier. Incluso, el auto mismo parece haberse puesto nervioso con la noticia y da una especie de salto como si fuera un gran sapo metálico que se acaba de atorar. Gálvez, que lleva en el cargo casi toda la gestión del premier, decide no responder, no comentar, en buena cuenta, hacerse el desentendido. El tiempo sin palabras transcurre todavía un interminable minuto más hasta que, el propio Adrianzén, ansioso, lo interrumpe.

—Ambrosio —dice el premier —, ¿escuchaste lo que dije?

—Señor, ¿perdón?

Galvez, que durante meses ha actuado con seguridad en los contados diálogos en los que se vio obligado a intervenir, ahora parece balbucear. Y no es por timidez. Siempre ha tenido como norma de trabajo intimar lo menos posible con sus jefes, y si son políticos, todavía menos.

—Te estoy preguntando si escuchaste lo que dije —insiste Adrianzen.

Un semáforo en rojo obliga a Gálvez a detener el auto. Sabe que tiene que responder, pero la cuestión es si decir la verdad y abrir una puerta que debería permanecer cerrada, o en cambio, mentir, decir que no escuchó nada y esperar, por alguna inesperada gracia celestial, que su jefe entienda el mensaje.

—Perdón, señor, pero no escuché nada —dice finalmente Gálvez.

—¿No me escuchaste? —pregunta Adrianzén retóricamente—. Bueno, escucha bien, entonces, lo que te voy a decir: voy a renunciar.

Lo que Gálvez no había calculado —y tampoco tenía cómo hacerlo— era que su jefe necesitaba que alguien más conozca su decisión para hacerla real, para que, al menos en teoría, no haya vuelta atrás.

—Va a renunciar —repite el chofer con el mejor tono posible, aunque por dentro arrepentido de no haber sido sincero.

—Sí, Ambrosio —dice Adrianzén—. ¿Te puedes imaginar? No, no te puedes imaginar, aunque quieras. Y no me malentiendas; es que se trata de un trabajo sumamente exigente. Tú, que me llevas a todas partes, sabes que ando de aquí para allá. Todo el día y todos los días.

—Lo sé —responde Gálvez, condescendiente—. Eso nadie lo puede negar.

Otra vez pasan uno, dos, tres minutos sin ningún diálogo y Gálvez piensa, aliviado, que ya pasó lo peor.

—Ambrosio —dice Adrianzén.

—Dígame, señor —responde Galvez automáticamente, aunque en su interior se pregunta: “¿Y ahora qué?”.

—¿Sabes lo que la gente dice de mí? Tú debes haber escuchado.

—No, señor, no he escuchado nada —contesta en seguida, como para que no quede dudas de su respuesta.

—No te preocupes, Ambrosio —insiste el premier—. Te pregunto por preguntar nomás, pero yo sé bien todo lo que dicen de mí. Igual, eso ya se acabó. Mañana mismo presento mi renuncia y me olvido de todo esto.

—¿Su renuncia va a ser irrevocable? —pregunta Gálvez y al instante se arrepiente de haberla hecho. Tanto quería alejar el tema de él y ahora, por un motivo que no sabría indicar, por hacerse el interesante quizá, trae el tema a colación.

—¿Por qué me preguntas eso? ¿Qué crees? ¿Que lo digo, pero no lo voy a hacer? ¿Que solo presento mi renuncia para negociar algo?

—Señor, perdón —dice Gálvez—. Lo dije por decir.

—No, Ambrosio. Si lo dijiste, fue por algo. Yo creo que tú también eres de los que piensan que soy un pelele de la presidenta, y no te culpo.

—Señor, yo no he dicho eso.

—No tienes ni que decirlo, pero tienes razón. No debo esperar ni siquiera hasta mañana. Me voy ahora mismo. Llévame a Palacio.

—Pero, señor —dice Gálvez con la voz apenas temblorosa—, ya estamos cerca de su casa.

—A mi casa me llevas después. Ahora vamos a Palacio.

Varios minutos después, el vehículo oficial del premier llega a Palacio de Gobierno. Pasados quince minutos, la presidenta Dina Boluarte por fin aparece en el despacho y Adrianzén mira su reloj: 11:30pm. Tras los saludos respectivos, el premier se planta frente a Boluarte y le suelta un largo monólogo plagado de quejas aisladas y reclamos de atención.

—Señora presidenta, en resumen, le presento mi renuncia de manera irrevocable.

Transcurrida media hora, Adrianzén abandona el despacho presidencial y deja Palacio de Gobierno.

—¿A su casa, señor? —le pregunta Gálvez, apenas sube al vehículo.

—Sí, vamos para allá.

Ni el chofer ni su jefe se animan a hablar durante el trayecto. Solo cuando el auto se estaciona frente al domicilio del premier, este se vuelve a dirigir a Gálvez.

—Le agradezco por todo, Ambrosio. Ha sido un chofer eficiente y responsable durante todo este tiempo, pero ni modo, así son las cosas.

—Gracias, señor. Para mí ha sido un honor.

Al día siguiente, en la mañana, Ambrosio Gálvez se levanta temprano. Desayuna un par de panes, un huevo frito y un café. Luego, al llegar al trabajo, le comunican que, por expresa orden del premier, ha perdido su puesto de chofer. Entonces, no tarda mucho tiempo en advertir, no solo que Adrianzén decidió no perder sus privilegios y mantenerse en el cargo, sino que, además, lo retiró del servicio solo porque le daba vergüenza volver a darle la cara. “Ya decía yo”, piensa Gálvez, “al final, lo único irrevocable para él es el sueldo”.