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Pequeñas f(r)icciones: “Una golondrina y un cajero”

“Cordero se puso de pie. Caminó alrededor del espacio, mientras murmuraba algo ininteligible. Por primera vez, aunque sea por un breve lapso, el abogado la vio nerviosa. Cuando fue suspendida por 120 días, no se inmutó, como si la sanción hubiese sido para otra persona...”

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Si usted, por algún insondable motivo, dilapidó minutos de su existencia viendo a la congresista María Cordero Jon Tay defenderse en el Pleno del Congreso, debió haber sentido que algo no cuadraba, que algún elemento estaba fuera de lugar. Quizá movió su televisor, manipuló su laptop o su celular, para luego comprobar, frustrado, que el desencaje persistía. No se preocupe. Ello tiene una explicación científica. Ocurre que sus neuronas, por más que lo intentaron, no pudieron calzar el tono compungido, quebradizo y lastimero que utilizó Cordero Jon Tay aquella tarde, con la voz enérgica, prepotente y abusiva que mostraba cada vez que le exigía a sus trabajadores que le den —ya, ahorita mismo, yo sé que ya te pagaron, ¡vamos al cajero!— parte de sus remuneraciones.
Pero, ¿qué había provocado tal metamorfosis en la congresista? ¿Por qué la repentina —y oportuna— baja de decibeles? A continuación, un relato de lo ocurrido en la víspera.
—Bueno, ¿cómo es la cosa?
En la oficina del abogado de Cordero, solo estaban ella y él. Sentados en los extremos del mismo sofá, se encontraban a menos de dos metros de distancia. La congresista acababa de hacerle la pregunta y el abogado la miró con temor. Sabía que cuando ella no recibe buenas noticias se enfurece y descarga toda su rabia contra el mensajero. Y, en este caso, para tormento del hombre de leyes, las noticias que tenía que darle no eran malas, eran pésimas.
—¿Qué pasa? —insistió Cordero— ¿por qué te has puesto pálido? Dime de una vez lo que tengas que decirme.
Una sonrisa nerviosa apareció en el rostro del abogado. En seguida, como si no quisiera ser vista, se volvió a apagar. En tanto, ella no declinaba la mirada ni un instante y la mantenía fija en él.
—Es sobre la votación del informe —dijo por fin y se reacomodó en el asiento.
—¿Qué pasa con la votación? ¿No tenemos los votos necesarios?
—No sé, no creo. En realidad, no hay nada seguro todavía. Pero no le iba a hablar de eso.
—¿Entonces de qué? ¿Qué puede ser más importante que los votos?
—La fecha.
—¿La fecha? No me digas que no pudiste posponer más la votación.
—No, no pude. Va a ser mañana.
—¿Mañana?
—Sí, le juro que hice todo lo posible.
Cordero se puso de pie. Caminó alrededor del espacio, mientras murmuraba algo ininteligible. Por primera vez, aunque sea por un breve lapso, el abogado la vio nerviosa. Cuando fue suspendida por 120 días, no se inmutó, como si la sanción hubiese sido para otra persona. Sin embargo, ahora se trataba de implicancias mayores.
—Bueno, la cosa ya está hecha —dijo Cordero y volvió a sentarse—. Ahora tenemos que concentrarnos en los votos. ¿Tienes la lista con los estimados?
—Sí, pero como le acabo de decir, no hay nada seguro. Y más de lo que hemos hecho ya no podemos hacer. Usted habló con todos los que tenía que hablar, ¿no?
—Sí, claro. Con todos.
—Incluso con… ya sabe, los otros…
—¿Los otros qué?
—Los otros pues… sus colegas… los otros… los que hicieron… lo mismo.
Cordero sonrió con amplitud, como si quisiera demostrar que ella no tenía mácula alguna, nada de qué arrepentirse.
—Dilo nomás. A mí no me importa —dijo Cordero—. ¿Quieres saber si ya hablé con los otros mochasueldos? A ellos te refieres, ¿no? Sí, ya hablé con ellos. Al menos sé que ellos no me van a dar la espalda.
El abogado la miró con cierta distancia. De pronto, se sintió apocado, como si hubiera cruzado una línea.
—¿Qué pasa? —preguntó Cordero—. ¿Tú crees que me afecta que me digan mochasueldo? Para nada. Te voy a decir qué me afecta. Me afecta que haya gente mentirosa y desagradecida. Gente a la que yo le he dado trabajo. Gente que me ha mirado a los ojos y se ha comprometido conmigo en apoyarme con parte de su sueldo. Claro, con tal de entrar, te dicen, sí, señora congresista, todo lo que usted diga, usted no se preocupe, las cosas están claras. Pero la cosa cambia cuando ya están adentro, bien bonitos. Ahí es cuando se vuelven ambiciosos, angurrientos y se olvidan de que me dieron su palabra, se olvidan de todo. Uno les da una oportunidad, me mienten, son malagradecidos y después todavía tienen el cuajo de denunciarme. ¿Te imaginas? Es para no creerlo. El mundo al revés.
El abogado asintió con la cabeza. Luego alzó ambos brazos y sus manos quedaron con las palmas arriba.
—Sí, lo sé. Yo te entiendo, pero no todos lo ven así.
—No, pues, aquí hay mucha envidia y nadie quiere ponerse del lado de un político, menos de un congresista.
—La gente es muy susceptible cuando se trata de su sueldo —dijo el abogado y, ni bien terminó de lanzar la frase, quiso recuperarla, no haberla dicho nunca. Pensó que Cordero lo tomaría a mal, pero ella no le dio importancia.
—Ese sueldo del que hablas no es de ellos, es mío. Esos sueldos salen del presupuesto que el Congreso me da a mí. Por último, ¿acaso le generó algún perjuicio económico al Estado? Yo no le estoy robando a nadie.
—Totalmente de acuerdo. Lamentablemente, esos argumentos no le van a servir mañana. Más bien enfoquémonos en la votación. Creo que todavía hay una última cosa que puede hacer. Preséntese mañana. Apele al corazón de los demás congresistas. Muéstrese frágil, débil, como lo que es: una víctima.
—¿Quieres que me presente? Yo me presento, pero no para dar pena. Ni hablar. Así yo sea la víctima. Si voy lo haré con la pierna en alto.
El abogado se pasó la mano por el rostro.
—Si hace eso le va a ir muy mal.
—Pero, ¿qué quieres? ¿Que hable bajito? ¿Que llore? No, ni hablar. Yo no soy así. No me voy a humillar.
—No tiene que humillarse, solo tiene que proyectar…
—¿Lástima?
—Sí, eso, lástima. Ya sé qué me va a decir, pero piense bien que de esto depende su futuro. Ya le dije que hay tantas pruebas en su contra que lo único que la salva es su inmunidad. ¿Quiere que le quiten eso? ¿Quiere que la saquen del Congreso?
Cordero enmudeció. Y, mientras su mirada derrotada apuntaba al suelo, tamborileaba los dedos sobre su rodilla.
—¿Y cómo sería entonces? —dijo, con la voz apagada.
Al final, como se sabe, la defensa de cartón y las lágrimas de utilería que exhibió en el Pleno del Congreso la salvaron de ser inhabilitada por diez años de todo cargo público, pero no —aunque por un momento pareció que sí— de que le levanten la inmunidad parlamentaria ni de que la suspendan de manera indefinida. ¿Un fogonazo de justicia en medio de la oscuridad impune? ¿Un anuncio de tiempos nuevos y mejores? Quién sabe. Dicen que una golondrina no hace el verano y es verdad, pero igual, da tremendo gusto verla volar.
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