En el siglo I a. C., en plena decadencia griega, Meleagro de Gadara, un poeta menor, reunió una selección de flores (ánthos), o sea, una antología, de epigramas de su tiempo: poemas breves dedicados al amor carnal, a despedir a un muerto, a agradecer a una deidad, etcétera. La antología se conoce como Corona o Guirnalda de Meleagro y fue muy leída por los mejores poetas romanos (que ciertamente no estaban en decadencia). Un siglo después, Filipo de Tesalónica imitó a Meleagro y, viviendo en Roma, presentó otra selección actualizada, también en griego, con epigramas de sus amigos y a veces de poetas de verdad. Aunque inferior, la Guirnalda de Filipo tuvo igual éxito. Pasaron los siglos y cayeron los imperios, y un día un maestro de escuela llamado Constantino Cefalas, en los años 900 d. C., reunió en Bizancio ambas Guirnaldas, ya muy antiguas por entonces, les sumó otros poemas y dividió todo en quince secciones o libros según su tema. Así, tenemos, por ejemplo: Libro I, Inscripciones cristianas; Libro 7, Epitafios; Libro 10, Refranes… Lo esencial son los Libros V y XII, Epigramas eróticos dedicados a mujeres y los dedicados a muchachos (efebos). Esta obra no se publicó entera hasta 1817, con el título de Antología Palatina. No hay traducción completa al español.
Algo inusual ocurre con estos poemas. Ninguno de sus autores es un poeta de la talla de Arquíloco o Safo, pero el conjunto es fascinante. Aquí y allá uno descubre versos de intensa pasión carnal, cómicos, obscenos, melancólicos, resentidos o simplemente ingeniosos. Por lo general, la amada es una prostituta codiciada o un chico indiferente y el amante, un poeta pobre que celebra o añora un pasado en el que jugó con él o ella los felices juegos de Afrodita. Rufino compara los pliegues de las nalgas de una joven con una sonrisa. El alma de Meleagro le advierte que no se enamore de Heliodora, ¡pero es la misma alma la que se enamora! Argentario dice de su flaca amiga: “No disfrutaré de grandes senos, pero sobre su delgado pecho yaceré más cerca de su alma”. Borges recuerda uno, que nunca he encontrado, donde el poeta quisiera ser la noche para espiar a su amada con todas sus estrellas.
La Corona de Meleagro fue muy mal traducida por Manuel Fernández Galiano para Gredos. Con mejor fortuna, Alianza Editorial ha publicado las dos secciones eróticas con traducción en prosa de Guillermo Galán Vioque y Miguel Márquez Guerrero.