Francamente, no me parece un cargo apetecible. Presidir las interminables sesiones del Pleno, usualmente anodinas en agenda, a menudo con intervenciones paupérrimas y personajes grotescos, debe ser una verdadera tortura. Por supuesto que la labor del presidente es mucho más importante y compleja que eso: es el funcionario que vela por el equilibrio de fuerzas al interior del Parlamento, el correcto funcionamiento de sus diferentes áreas y oficinas, y la calidad de la agenda legislativa. Más allá de ello, el presidente del Congreso es también quien podría devolverle al Parlamento la confianza y el respeto de la ciudadanía, así como los niveles de decencia, eficiencia e idoneidad que se merece esta institución pilar de la democracia. Sí, digo podría, porque en la realidad, los presidentes del Congreso se suceden pero este involuciona. La degeneración ha sido especialmente notable este último año.