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Jeremías Gamboa y la conquista de Lima en Ciudad de Cuentos
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"HOY, 25 AÑOS DESPUÉS, SOLO QUIERO QUE SALGAN DE MI BOCA PALABRAS DE AMOR"

Qué tiempos aquellos...

“Hubo un tiempo en el que yo le decía a mi representante que quería que la mitad del público me amara, que fuera mi tribu, que lo dieran todo por mí. ¿Y la otra mitad? La otra mitad quiero que me odie a muerte”.

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Carlos Galdós
Fecha Actualización

Hubo un tiempo en que estaba muy molesto con todo: con la vida, con la gente, con el mundo. Por lo tanto, me puse a escuchar rock subterráneo, paraba en “la nave de los prófugos” de la avenida La Colmena en el Centro de Lima. Me hice amigo de un vendedor de drogas que nunca me dio a probar ni siquiera medio gramo de cocaína y tampoco se lo pedí.

“Esta mierda te da plata, pero no se te ocurra nunca consumirla”. Entonces, yo lo acompañaba a hacer “pases”, “cualquier cosa (es decir, si venía la Policía) tú me silbas y te sales coheteado”. La aventura me duró seis meses, hasta el preciso instante en que mi silbido no fue lo suficientemente efectivo; yo salí disparado como un rayo y de “pitota” no me volví a enterar más.

Al día de hoy puedo decir que me he “bautizado” de todo, pero de mis fosas nasales nadie me puede decir nada. Las mantengo vírgenes y así será hasta el día en que me muera. Recibo todo el tiempo generosos ofrecimientos en los lugares y de las personas menos esperadas y mi respuesta siempre es la misma desde que tengo catorce años: “No, gracias”.

Hubo un tiempo en el que me enamoraba de mis profesoras de los nidos “Nellie Kufal” y “José Olaya”. Luego me enamoré de una vecina que tenía 24 años y era enfermera del hospital Rebagliati. Le escribía cartas de amor con dibujitos. Hasta que un día llegó Edurne a trabajar a mi casa bajo el sistema llamado cama adentro. El amor ahora estaba en mi hogar.

Cada vez que Edurne se bañaba, yo quería estar con ella. A la hora de su descanso yo me metía a su cama y juntos hacíamos la siesta. Hasta que un día saqué del ropero de mi mamá una cajita donde yo sabía que guardaba sus joyas, se las di a Edurne y le dije para irnos de la casa. Acto seguido, terminé en el psicólogo, Edurne fue despedida y hasta el día de hoy no sé si eso puede calificar como mi primer amor, pero lo tengo en cuenta en algún rincón de mi corazón. Puedo decir, entonces, que la primera mujer con la que quise convivir llegó a mi vida a mis cuatro años de edad.

Hubo un tiempo en que me encantaban los salsódromos. Laura Mau, La Sensual 990, Aníbal López y La Única, La Progresiva del Callao, La Sociedad de Barranco, La Clave, Perú Salsa All Stars, El Combo, Espectáculo Creación: todos eran mis ídolos. Los timbales y el cencerro taladrando mis oídos y ese baile achorado me poseían.

Por si fuera poco, mi casa estaba flanqueada por los famosos salsódromos “Latin Brothers 1 y 2” de las avenidas Canevaro y José Leal, que funcionaban desde el mediodía hasta la medianoche, de jueves a domingo. Me pasaba toda la tarde conversando con Yolvi Traverso, que, después de presentar a la orquesta de la hora, se paraba a fumar un pucho en la puerta del local. Siempre con su traje azul y camisa blanca sin corbata.

Un buen día me aburrí de la salsa de mi barrunto y decidí explorar otros guetos. El “Sipsi Blue” y “La Máquina del Sabor” de la avenida Venezuela, “La Furia Chalaca” del Callao, “La Máquina del Sabor 2” de La Herradura, “El Azúcar” de la avenida México. Hasta que una tarde alguien me dijo que había un lugar al que, de todas maneras, tenía que ir.

“La Esquina del Movimiento”, que quedaba sobre Raymondi y Paseo de la República. La fiesta estaba en su mejor momento, periquito pin pin, periquito pin pan, del Rey de la Alegría Tommy Olivencia, achilipu apu apu, y la fiesta de Pilito, a comer pastel, a comer lechón, arroz con canturry y a beber ron, que venga morcilla, venga de todo, es El Gran Combo de Puerto Rico y, en la siguiente canción, “todos al piso, carajo, batida”, “esto es una batida, conchesumadre, y nadie se mueva”.

Cuatro filas de detenidos en la Comisaría de Apolo, harta gente con RQ, vuelan los pacos. Moños y ketes, no jefe, le juro, es para mi consumo, y llega mi turno. Me calatea el tombo y me dice: “y tú, ¿qué haces acá, gringuito?, estás limpio”. Tengo 13 años y sospecho que ahora sí mi mamá me va a matar; ella está convencida de que he ido a dormir a la casa de mis primos.

Hubo un tiempo en que me presentaba en el “María Angola”. Hacía dos funciones el viernes, dos funciones el sábado, una función el domingo. Llegaba a mi casa a las 2 de la madrugada y me sentaba en el borde de mi cama a llorar. Después de estar con cuatro mil personas, me sentía profundamente triste, vacío, solo, desdichado. El sueño recién me visitaba a las 6 de la mañana y a las 10 ya estaba nuevamente despierto, listo para hacer la prueba de sonido para el siguiente show. Entonces, un día de profunda tristeza, a la mañana siguiente, tuve una gran idea: comprarme un Mazda Miata mx5 hard top descapotable. ¡Eso me haría feliz!

Fui a la concesionaria y, como quien compra pan, le dije al vendedor “me da uno para llevar”. Pero con una condición: lo quiero ahora. No para mañana, no para cuando salgan las placas; tiene que ser ahora, tiene que ser ya.

El vendedor, ni tonto ni perezoso, accedió a mi pedido y movió cielo y tierra para que los trámites salieran en el acto: un par de aceitadas y esto se soluciona al estilo Rápidos y furiosos. Mientras tanto, tienes suerte, Carlitos, llévate el auto, pero, por favor, no le cuentes a nadie que te lo estoy dando así, sin placas; le vamos a poner estas de otra unidad y no salgas mucho a la calle, al menos hasta mañana que me han dicho que van a estar tus papeles. Así nomás, date una vueltita por tu casa y nada más; si no, me metes en problemas.  

La felicidad me duró cuarenta minutos. Desde Camacho hasta San Isidro fui feliz por toda la Javier Prado. Una vez en mi casa, nuevamente me puse a llorar, pero esta vez ya no al filo de mi cama, sino en el Mazda. Eso sí, con el asiento completamente reclinado y mirando el techo de la cochera gracias al sunroof panorámico. Me ahogué atorándome con mi saliva, vomité en el timón y, a la semana, lo puse a la venta.

Hubo un tiempo en el que yo le decía a mi representante que quería que la mitad del público me amara, que fuera mi tribu, que lo dieran todo por mí. ¿Y la otra mitad? La otra mitad quiero que me odie a muerte, que sienta profunda aversión por mí. De mi boca salían chistes llenos de rabia, ironía, sarcasmo, escarnio. Justo, como diría Pocho Rospligiosi, “eso es lo que le gusta a la gente”.

Hoy, 25 años después, solo quiero que salgan de mi boca palabras de amor, que concilien, que convoquen, que reúnan, que reparen. Quiero que cada letra resane y ser fuente para los demás.

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