A propósito del “Día de los Pueblos Originarios y del Diálogo intercultural” que se celebra un 12 de octubre —misma fecha en la que Colón llega a América en 1492— es necesario reflexionar sobre el respeto por la diversidad étnica y cultural, y sobre todo, el racismo, que está tan enraizado en Perú y que tanto daño hace a su sociedad. Mientras se continúe negando este problema o se relativice, las consecuencias seguirán pasando factura tanto a nivel social como político.
Desde 2009, se conmemora esta fecha con el objetivo de reconocer a los pueblos originarios y su aporte al país. No es por azar, sino que el “descubrimiento de América” ha permitido reflexionar sobre todo lo que implicó este hecho histórico para las poblaciones que ya estaban aquí. Las opiniones más extremas son de quienes quieren obviar la violencia y exterminio de algunos pueblos americanos perpetuado por los colonizadores y solo ver su aporte cultural; y, por otro, quienes buscan un rechazo a toda la herencia colonial y un regreso a todo lo anterior a ella.
Esta discusión permite pensar también en la herencia racista en Perú, en la que lo blanco y europeo sigue significando superioridad. La antropóloga Mariella Villasante explica en “El racismo: conceptos y elecciones de 2021 desde la antropología social” que el racismo contra poblaciones originarias, rurales y afroperuanas fue un elemento constante durante la época colonial y que fue reproducido desde 1821 en la república.
La única encuesta realizada respecto al tema en el Perú es la “I Encuesta Nacional de Percepciones sobre Diversidad Cultural y Discriminación Racial” (2018), del Ministerio de Cultura. Esta medición expone que el 53% de los entrevistados considera a los peruanos racistas, pero solo el 8% se percibe a sí misma como tal. El problema es peor ahora porque es probable que esa autoidentificación como racista sea mayor, porque se ha hecho evidente una tendencia mundial, a la cual Perú no es ajena, de un movimiento político que abraza el nacionalismo, la LGBTIfobia, la xenofobia, la familia tradicional y, por supuesto, el racismo.
Aun así, es bastante común también escuchar a quienes niegan que el racismo —que muchas veces se encuentra con el clasismo y la discriminación lingüística— sea un problema significativo en el país. Se olvidan cuando se desprecia y se llama “cholos” a quienes protestan contra el gobierno; cuando un político aceptó que incluyeron en su plancha presidencial a un “provinciano” como vicepresidente porque ya eran demasiados “blancos”; cuando la Policía reprime con más fuerza a poblaciones de zonas andinas; cuando la junta directiva de una empresa son en su mayoría hombres y blancos; cuando con facilidad para atacar a alguien se le llama “indio”, “serrano”; y cuando no pasa nada con que más de 500 niños de la Amazonía abusados sexualmente no encuentren justicia.
Otra cara del problema, es que este racismo, que muchas veces es sentido por los pobladores de regiones enteras, acumula un descontento que, con otros elementos de insatisfacción, son aprovechados por grupos políticos que utilizan la reivindicación de lo indígena, de lo andino, del pobre, del quechua para llegar al poder. Lo hizo Perú Libre cuando periodistas, políticos y analistas fueron convencidos de que la mejor opción como presidente era lo simbólico de elegir a un profesor pobre del ande.
No se puede ser tolerante con discursos racistas ni con quienes los avalan. Tampoco se debe ignorar el problema cuando alguien cree que el racismo no le afecta. Tarde o temprano lo hará, sobre todo cuando un grupo político levante una bandera reivindicativa solo por populismo. El racismo está ahí y seguirá si no se intenta revertir este avance.