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Reformar lo imposible
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Reformar la justicia es tarea imposible si no se entiende para qué se reforma y quiénes serán los beneficiarios. A nadie escapa que lo que hacen los –malos– gobernantes es “cambiar todo para que todo siga igual”. Es decir, “aparentar” que reforman. Es más, los peores gobernantes, que los hay por doquier y sin asomo de sonrojo, pretenden hacer creer que reforman la justicia, aunque lo que preparan es su propio escenario de impunidad. Basta valerse de la política de nombramiento de jueces.
El gran problema que pesa sobre la justicia es que su reforma a quien de verdad beneficia es al pueblo. La ciudadanía es la que reclama y necesita tener unos tribunales eficientes, dinámicos y creíbles que resuelvan sus pleitos de forma rápida (“justicia lenta no es justicia”); que castigue a los estafadores; que detenga a los maltratadores; que interprete conforme a la ley las obligaciones contractuales... Que dé, en definitiva, seguridad jurídica, que es un principio que afecta de forma directa la vida cotidiana del ciudadano. Seguridad jurídica es eso: previsibilidad razonable acerca de cuál va a ser el sentido de las resoluciones judiciales. Se dicten donde se dicten.
La clase dirigente, desengañémonos, y me refiero, por supuesto, a esa que no merece dirigirnos, carece de esta sensibilidad. Parte del principio errado de que puede hacer lo que le da la gana. Algo así piensan los dirigentes independentistas catalanes que insisten en hacer lo que el pueblo les pide, más allá de lo que la norma establezca.
Por eso, si ahora me preguntaran cómo iniciaría una reforma de la justicia, diría que por el principio: poniendo la atención en lo que la ciudadanía necesita y con un objetivo final: forjar una justicia eficiente y creíble. Pienso seguir reflexionando al respecto.
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