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Roberto Lerner: El buzo
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Un joven, que es buzo desde los diez años, relata los protocolos de seguridad que sigue.
Me dice que uno escucha su respiración, al tomar aire y botarlo, un ritmo que lo acompaña y le permite saber si está consumiendo demasiado oxígeno. "Cuando los demás suben, –dice– a mí me queda medio tanque porque siempre estoy calmado". Con la brújula se orienta y puede conducir grupos. "Cuando hice el examen de buceo de profundidad a 40 metros, me pidieron armar un Señor Papa en el fondo, porque hay ocasiones en las que uno puede volverse loco. Además, al regresar a la superficie, lo haces lentamente para no generar una descompresión que puede matarte". Lo escucho fascinado.
Quien así habla tiene serios problemas en la superficie de la tierra. Es impulsivo, transgresor, inconstante, puede perder cinco celulares al mes, chocar el carro varias veces en un año y llegar con retraso a una reunión donde debe presentar un proyecto muy bien pensado.
Se da cuenta de la contradicción y me dice que tiene que encontrar la manera de trasladar su funcionamiento subacuático al de la vida cotidiana.
Hemos encontrado una buena metáfora. ¿Cómo lograr protocolos de autocontrol parecidos a los que le funcionan tan bien en el buceo? En eso estamos. Claro, bajo el agua él sabe perfectamente que calma y eficacia tienen que ver con cumplimiento escrupuloso —sobre la tierra la cosa es menos radical—, que la vida depende de ello. También sabe que, si lo que no debe pasar ocurre, no va a haber personas que siempre le van a extender un colchón de seguridad que amortigüe las consecuencias, como ocurre, para bien y para mal en tierra.
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