Carlos Galdós
Esta semana, a propósito de la Feria del Libro, he entrevistado a tres vendedores que se han convertido en conferencistas exitosísimos y, gracias al negocio editorial que hoy publica a perro, pericote y gato, han puesto toda su “expertise” en flamantes obras maestras de la literatura. Aquí acuño mi cherry: conduzco también un programa en RPP que se llama Encendidos, todas las mañanas, de 10 a.m. a 1 p.m., y él también viene porque, de 6 a.m. a 10 a.m., estoy en Radio Oxígeno haciendo Rock and Shock (ojo, yo no puse el nombre), cierro el cherry.
Los entrevistados, todos con capacidades sobrehumanas para vender y encajetarle a quien tengan al frente cualquier cosa, desde mi punto de vista, y con todo respeto, la versión con colegio del famoso Marco Antonio de la Teleferia.
Quiero decirles, antes de que sigan leyendo, que yo tengo una relación un poco confundida con el éxito. Es decir, a mí los profetas del triunfo con recetas preestablecidas me caen bomba y, ojo, es un prejuicio mío. No es con ellos, es conmigo. Por ende, estos caballeros con actitud ganadora llenos de fórmulas para lograr la venta de la década activaron mi niño malo.
En algún momento de la conversación les pregunté qué es el éxito para un vendedor, y obviamente las respuestas coincidieron: “El éxito es lograr la venta” y luego agregaron el floro del cliente satisfecho, la relación y el vínculo. El popular “yo te doy un servicio y no una venta”, etc., etc. En resumen, el éxito es el logro. ¿Y cuando no lo logras, qué pasa: dejas de ser un buen vendedor? Reflexiones iban y venían en el parloteo radial, hasta que, de pronto, uno de ellos dice: “Lo peor que te puede ocurrir como vendedor es no llegar a la cuota”.
Acto seguido, es hora de despedir el programa: “Muchísimas gracias a nuestros invitados de hoy, una de la tarde en todo el país, es momento de dar pase a La Rotativa del Aire, aquí, en RPP, la voz de todo el Perú, buenas tardes”. Chau a todos, agarro mis cosas, despedida a la volada con los productores y todo el equipo del programa. Me rajo volando de la cabina. ¿Qué te pasa, Carlos? ¿Por qué te vas tan rápido? (Por lo general, me quedo unos minutos chacoteando y haciendo un resumen de cómo sentí el programa ese día). “Tengo un terremoto en el estómago”: a buen entendedor, pocas palabras.
Ya en el auto, además del malestar estomacal, vinieron a acompañarme unas contracturas en el trapecio y una poco amable sensación de ahogamiento o bulto en la garganta. Hace diez años esto habría sido motivo de parada obligada en la emergencia. Hoy ya sé que simplemente se me ha activado un botón, el botón que conecta con una herida y lo mejor que puedo hacer en medio de esa chiripiolca emocional es atenderla.
Resulta ser que, en el preciso instante en que el invitado en la radio dijo la frase “lo peor que hay para un vendedor es no llegar a la cuota”, la parte de “no llegar a la cuota” me recontraactivó. No llegar a la cuota es la sensación que durante años me acompañó. Yo no llego a la cuota. No llego nunca a la cuota en mi trabajo, no llego a la cuota en mis afectos, no llego a la cuota con mi vieja, no llego a la cuota en nada. Es decir, nunca nada es suficiente. He habitado la insuficiencia durante 45 años. Recién estos últimos cinco años estoy en paz con lo que puedo dar.
A mí me pasó durante mucho tiempo que después de cada show no podía resistir el aplauso del público y luego procedía a latigarme en el camerino porque pude haberlo hecho mejor, además de no entender por qué la gente se ríe y viene a verme si no les doy nada.
Dos, cuatro, ocho funciones seguidas a teatro lleno no eran evidencia suficiente para aplacar esa sensación. El problema escaló en el Cusco, coliseo cerrado, Casa de la Juventud, 15 mil personas abarrotando el espacio, año 2006 y, de pronto, lo que solía ocurrir al final de cada función estaba sobreviniendo a punto de salir al escenario. Dolor de estómago, presión en el pecho, nudo en la garganta, taquicardia y escalofríos… señoras y señores, les presento al ataque de pánico.
La insuficiencia, el desmerecimiento son narrativas muy sensibles de ser habitadas por cualquier persona y, en el caso de los adolescentes, con mayor posibilidad. Resulta que padres que critican constantemente a sus hijos por tonteras como la forma de vestir, desaprobación constante al entorno, a los amigos, conversaciones en las que se destacan más los errores que los aciertos lo único que hacen es cultivar una autoimagen desastrosa.
No felicitar a tu hijo por el 15 en matemáticas porque él puede sacarse un 17 -o, peor aún, ¿por qué te sacaste un diecinueve si tú das para 20?- es ponerle una expectativa alta que nuevamente instala el sentimiento de insuficiencia.
Cada vez que no reconoces algún logro y esfuerzo de tu hijo y, peor aún, si no abundan los elogios en tu relación, estás agregando dos gotitas más al coctel de la baja autoestima.
“Mira cómo tu primo lo hace mejor que tú”, “deberías portarte bien como tu hermano”, “¿por qué tu hermano sí puede y tú no?”. Las comparaciones no solo son odiosas, sino también traumáticas y erosionan el amor propio.
La falta de atención emocional, es decir, un niño que no tiene a sus padres disponibles para poder interpretar sus sentimientos, detectar cuando siente miedo, inseguridad, rabia, alegría y hasta placer, eso como por un tubo se ancla en la adultez y también contribuye a la narrativa de depreciación emocional personal.
Ni qué decir del ambiente emocional conflictivo, el abuso físico o los mensajes contradictorios en los que un día te alabo y al otro te critico ferozmente.
La página de hoy no va de Carlitos, el sufrido, o Carlitos, cuánto sabe de este tema, y mucho menos de quejarme por lo vivido, porque, si algo amo de la adultez, es el poder hacerme cargo totalmente de mí. He logrado entender que esto es lo que hay, esto se sembró y que, de aquí en adelante, me toca resanar y reinterpretar todo lo que me incomodó. Y ese es el regalo de la vida: el poder elegir siempre. Me quedo en víctima o me hago cargo.
Esto es lo que vengo notando en todas las conversaciones que tengo con adolescentes que van a mis charlas /shows: la queja es siempre la misma, lo dicen en público cuando genero esa oportunidad, lo dicen en privado cuando me lo cuentan en alguna de mis redes sociales: “Siento que no soy suficiente para mi papá, no soy suficiente para mi mamá”, y, en el acto, conecto con ellos porque a mí también me pasó.
No me corresponde criticar a sus padres porque, entre otras cosas, no ayudaría en nada. Más bien, los rescato sin justificarlos. “Quiero que sepas que tu papá, tu mamá, te están dando lo mejor que pueden con lo que tienen y, lamentablemente, en nombre del amor, se equivocan mucho. No es que tu papá se levanta en la mañana, se mira al espejo y dice: ‘¡A ver, qué hago para regalarle un traumita más a mi hijo!’. Es muy probable que tus viejos estén aplicando contigo fórmulas que también usaron con ellos y, desde ese lugar, creen que la forma que lo hacen está bien”. La cara de los chicos cambia en el acto.
Está más que claro que, como padres, hacemos lo mejor que podemos y también es necesario saber que no todo nos va a salir bien; empero, tenemos la responsabilidad de informarnos.
Bájales a la crítica, a las comparaciones, a las expectativas. No pongamos en nuestros hijos lo que nos faltó a nosotros.