Diego Ato Cadenas
Perú no está en su mejor momento democrático. Hay un evidente debilitamiento progresivo que responde a diversos factores, parte de ellos se han venido arrastrando desde hace varios gobiernos ante la falta de reformas políticas urgentes. Si se habla del ahora, por supuesto, el Gobierno de Dina Boluarte y el Congreso, pues, han hecho su contribución. Sin embargo, hay que tener cuidado con quienes, por su intento de desconocer dictaduras en la región, utilizan la estrategia de querer igualar la situación del Perú con otras, como la de Venezuela.
Boluarte tiene rasgos autoritarios, que se muestran en su actitud contra la prensa; su respuesta ante las protestas que dejaron como saldo 51 personas muertas, entre ellas un policía; las acusaciones que enfrenta por haber pedido cerrar la División de Investigación de Delitos de Alta Complejidad (Diviac), entre otros hechos de una lista extensa y que, seguro, seguirá acumulando. Hay mucho que criticar y denunciar, como finalmente lo puede hacer la prensa, incluida la que funciona extendiendo la mano a las billeteras digitales de su público.
No pasa lo mismo con regímenes por completo autoritarios de la región, en los que los líderes opositores y los ciudadanos que levantan su voz tienen un real riesgo de ser secuestrados en la calle o desde sus casas y llevados a centros de detención y tortura.
The Economist, en su Democracy Index 2023, califica al Perú como un “régimen híbrido” y no como un “régimen autoritario”. Esto no es de orgullo, pero es importante distinguirlo. El índice lo ubica en el puesto 77 de 164 países. Esta categoría se mantiene desde el golpe de Estado de Pedro Castillo, en el 2022, pues antes era considerada una “democracia imperfecta”.
Los países que sí son calificados como autoritarios en la región latinoamericana y el Caribe son Cuba, Haití, Nicaragua y Venezuela. En este último, según el último comunicado de la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión (RELE) de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) del 23 de agosto, “desde las elecciones del 28 de julio hasta el 19 de agosto, se han registrado alrededor de 1,505 detenciones, incluyendo a activistas, defensores de derechos humanos, líderes opositores, testigos electorales y periodistas”.
Para la agenda de la izquierda extrema, estas distinciones no importan. Esta semana, la excongresista Indira Huilca en una entrevista con Jaime Chincha, y ante la pregunta del periodista de si Venezuela es una dictadura, respondió: “Yo creo que es igual que este país, un régimen dictatorial en el que un sector quiere controlar las instituciones. Yo creo que estamos en un proceso de descomposición de la democracia hace mucho tiempo aquí”.
No se puede tomar esta afirmación como seria. En Perú, con las negociaciones que puede haber entre el Ejecutivo y el Congreso, aún hay independencia de poderes, mientras que en Venezuela todo se encuentra concentrado. No se trata ya de un sector que intenta controlar las instituciones, sino que ya lo hace. Como bien dice Jaime Bayly, el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), institución que recientemente ha ratificado el triunfo de Maduro, es un burdel regentado por este mismo. Y así pasa con todo el poder público en Venezuela.
Equiparar una dictadura con una democracia frágil o híbrida busca dos fines: relativizar la dictadura de Venezuela, porque si todo es dictadura, nada lo es; y confundir a la opinión pública para atacar y desestabilizar al Gobierno actual y a las instituciones democráticas. ¡Cuidado!